viernes, 24 de abril de 2009

ENTREVISTA A NABOKOV.

En 1975 -cuando apareció en Francia Ada o el ardor- el novelista fue invitado al programa "Apostrophes", uno de los más influyentes de la televisión francesa que conducía el periodista y crítico literario Bernard Pivot (1935). Nabokov, como siempre hacía en las pocas entrevistas que concedía, pactó la conversación por adelantado. Durante el transcurso de la charla, fue leyendo sus respuestas que tenía escritas en unas fichas. Todo lo que tenía de soberbio, pedante y engreído lo tenía también de inseguro a la hora de contestar espontáneamente unas cuantas preguntas. Lo que sigue es la transcripción de esa entrevista.

Buenas noches, señor Nabokov. Son las 21 horas 47 minutos y 47 segundos. Habitualmente, ¿qué hace usted a esta hora?
A esta hora suelo estar bajo el edredón, con tres almohadas bajo la cabeza, un gorro de dormir, en mi modesto dormitorio que también me sirve de estudio. La lámpara de cabecera, muy fuerte, el faro de mis insomnios, todavía arde pero será apagada dentro de un momento. Tengo en la boca una pastilla de grosella, y en las manos una revista de New York o de Londres. La dejo, apago la luz. La enciendo, renegando en voz baja. Me meto un pañuelo en el bolsillo del camisón, y da comienzo el debate interior: ¿tomar o no tomar un somnífero? Qué deliciosa es la decisión positiva.

Pero, ¿qué horario hace usted en un día normal?
Tomemos un día de mediados de invierno. En verano hay más variedad. Me levanto entre las seis y las siete, y escribo con un lápiz bien afilado, de pie, ante el atril, hasta las nueve. Después de un frugal desayuno, mi mujer y yo leemos el correo, que siempre es muy voluminoso. Después me baño, me afeito, me visto, paseamos una hora por los floridos muelles de Montreux. Y después del almuerzo y de una breve siesta, el segundo periodo de trabajo hasta la cena. Este es el programa típico.

Cuando era más joven ¿ya hacía ese horario, o tenía arranques de pasión, impulsos que perturbaban sus días y sus noches?
¡Ya lo creo! A los veintiseis, a los treinta años, la energía, el capricho, la inspiración me llevaban a escribir hasta las cuatro de la madrugada. Raras veces me levantaba antes de las doce y escribía todo el día tumbado en un diván. La pluma y la posición horizontal han dado paso al lápiz y la vertical austera. Se acabaron los arranques. Pero, ¡cómo me gustaba el despertar de los pájaros, el canto sonoro de los mirlos que parecían aplaudir las últimas frases del capítulo que acababa de componer!

Ya sabíamos que escribir es la pasión de su vida, pero, ¿concibe una segunda vida en la que no escribiera?
Concibo muy bien otra vida en la que yo no sería novelista, inquilino feliz de una marfileña torre de Babel, sino alguien igual de feliz de otra manera, que ya he tanteado: un oscuro entomólogo que caza mariposas en verano, en países fabulosos, y en invierno clasifica sus descubrimientos en el laboratorio de un museo.

¿Se siente usted más ruso, más norteamericano, o más bien suizo, ahora que vive allá?
Le daré algunos detalles relativos al aspecto bastante cosmopolita de mi vida. Soy de una antigua familia rusa de San Petersburgo. Mi abuela paterna era de origen alemán, pero nunca aprendí esa lengua, no puedo leerla sin diccionario. Pasé los primeros veranos en el campo, en nuestra finca cerca de Petersburgo. En otoño íbamos al sur: Niza, Pau, Biarritz... Los inviernos en Petersburgo, ahora Leningrado. Nuestra magnífica casa de granito rosa sigue allí, en buen estado, al menos exteriormente, porque a las tiranías les gusta la arquitectura del pasado. La finca está situada en una llanura boscosa. Por la flora se parece al noroeste de Norteamérica: bosques de álamos, oscuros abetos, muchos abedules y unas espléndidas turberas, multitud de flores y mariposas más o menos árticas. Esta fase totalmente feliz duró hasta el golpe de Estado bolchevique. Unos campesinos, en un exceso de celo quemaron el castillo y requisaron la casa. En abril de 1919, tres familias Nabokov, la de mi padre y la de sus dos hermanos tuvieron que abandonar Rusia vía Sebastopol, vieja fortaleza del infortunio. El ejército rojo procedente del norte invadía Crimea, donde mi padre era ministro de justicia en el gobierno provincial, durante el breve periodo liberal antes del terror leninista. Aquel mismo año, en octubre de 1919, yo empezaba los estudios de Cambridge.

¿Cuál es su lengua preferida: el ruso, el inglés o el francés?
En la lengua de mis antepasados me siento perfectamente cómodo, pero no lamentaré jamás mi metamorfosis norteamericana. El francés, o mejor dicho, mi francés, que es una cosa muy especial, no se doblega tan bien al suplicio de mi imaginación. Su sintaxis me impide ciertas libertades que me tomo con las otras dos lenguas. Ni que decir tiene que adoro el ruso, pero el inglés lo supera como instrumento de trabajo. Lo supera en riqueza, en riqueza de matices, en prosa delirante y en precisión política. Una procesión de niñeras e institutrices inglesas viene a mi encuentro cuando vuelvo a mi pasado.

¿Eso es una cita?
Es una cita. Lo he sacado de una traducción muy buena... A los tres años hablaba mejor el inglés que el ruso, pero hay un periodo entre los diez y los veinte años en que aunque leía a muchos autores ingleses, Welles, Kipling, Shakespeare, la revista "The Boys on Paper", por citar sólo obras cumbres, hablaba muy poco en inglés. Aprendía el francés a los seis años. La institutriz, Mademoiselle Cecil Miotton, estuvo con nosotros hasta 1915. Empezamos con Cantar de mio Cid y Les misérables. Pero los tesoros estaban en la biblioteca de mi padre. A los doce años ya conocía a todos los poetas benditos de Francia. "Recuerdo, recuerdo, ¿qué quieres de mí? / El otoño hacía volar al tordo a través de aire átono / el bosque amarillento donde la brisa desentona" . Y, es curioso, en tierna edad, yo ya comprendía que Verlaine no habría debido usar una rima tan incestuosa átona-desentona, tienen la misma raíz. Este es el calendario de mis tres lenguas.

El exilio, porque usted es exiliado, por doloroso que sea, ¿no es para los creadores como usted algo estimulante, una posibilidad de enriquecimiento para el espíritu, la sensibilidad creadora?
Le explicaré cómo ocurrió. Después de pasar los exámenes de Cambridge, muy fáciles, de literatura rusa y francesa (había elegido bien), tenía el título de diplomado en letras que no me sirvió de nada en mis intentos de ganarme la vida sin escribir libros, de modo que me puse a escribir relatos, novelas, en ruso, para los diarios y revistas de emigrados en Berlín y en París, los dos centros de expatriación.

¿En qué años más o menos?
Viví en Berlín y en París entre el '22 y el '39.

De acuerdo.
1922 y 1939.

Ya.
Soy pedante con las fechas. Sigo... Cuando pienso en aquellos años de exilio me veo a mí y a miles de rusos blancos llevando una vida extraña pero nada desagradable en la indigencia material y el lujo intelectual, entre aborígenes más o menos ilusorios, franceses o alemanes con quienes mis compatriotas no tenían el menor contacto. Pero de vez en cuando aquel mundo espectral donde exhibíamos nuestras heridas y placeres era presa de temibles convulsiones que nos mostraban quién era el cautivo desencarnado y quién era el amo. Eso ocurría cuando teníamos que prorrogar unos diabólicos carnés de identidad, u obtener, cosa que tardaba semanas, un visado para ir de Paris a Praga, o de Berlín a Berna. Los emigrados ya no eran ciudadanos rusos, y la Sociedad de Naciones les daba un pasaporte llamado Nansen, un papelote que se rasgaba cada vez que uno lo desplegaba. Las autoridades, los cónsules británicos o belgas, parecían creer que poco importaba lo miserable que fuera un Estado, pongamos la Rusia soviética: cualquier fugitivo de ese Estado era más despreciable por el hecho de existir fuera de una administración nacional. ¡Pero no todos nos resignábamos a ser bastardos o fantasmas! Pasábamos de Menton a San Remo, por ejemplo, tan tranquilos, por senderos de montaña, conocidos por cazadores de mariposas y poetas despistados. La historia de mi vida, pues, se parece menos a una biografía que a una bibliografía: diez novelas en ruso entre los veinticinco y los cuarenta años, y ocho novelas en inglés entre los cuarenta y ahora. En 1940 salí de Europa para ir a Norteamérica y hacer de profesor de literatura rusa. De pronto me descubro una incapacidad total de hablar en público. Por tanto, decido escribir por adelantado más de cien conferencias anuales.
Quisiera hacerle una pregunta que quizá juzgue algo íntima: ¿por qué vive en Suiza, en un hotel, en Montreux? ¿Por qué no en los Estados Unidos? Rechaza los Estados Unidos, la vida norteamericana? ¿Rechaza la propiedad privada, o bien, eterno emigrado, se niega a quedarse en un lugar?

¿Por qué el hotel suizo?
Suiza es un país encantador, y la vida de hotel facilita mucho las cosas. Echo de menos Norteamérica, y espero regresar para pasar allí al menos otros veinte años. La vida tranquila de una ciudad universitaria en Norteamérica no presentaría grandes diferencias con Montreux, donde las calles son más ruidosas que en la provincia norteamericana. Además, como no soy lo bastante rico -como nadie es lo bastante rico- para revivir totalmente mi infancia, no vale la pena instalarse para siempre. Porque es imposible recuperar el sabor del chocolate con leche suizo de 1910. Ya no existe. Mi mujer y yo pensamos en una villa en Francia o Italia, pero el espectro de la huelgas de correo muestra todo su horror. La gente de profesión sedentaria, las ostras tranquilas, aferradas al nácar natal, no se dan cuenta de cómo un correo regular y seguro como el suizo alivia la vida de un autor, aunque la ofrenda de una mañana normal consista sólo en algunas cartas comerciales y dos o tres peticiones de autógrafos. Y la vista del lago desde el balcón, el lago Leman, ese lago que vale toda la plata líquida a la que se parece; es una mala metáfora.
Además del exilio y el extrañamiento, ¿cuáles son los temas principales de su obra?
Además del extrañamiento, yo me siento forastero siempre y en todo lugar, es mi estado, es mi trabajo, mi vida. Me siento en casa entre recuerdos muy personales que no tienen relación alguna con una Rusia geográfica, nacional, física, política. Los críticos emigrados en París, y mis maestros en Petersburgo tenían razón, por una vez, al quejarse de que no fuera lo bastante ruso. Es así. Y en cuanto al tema de mis libros, ¡hay de todo!

¡Usted me esquiva!
Sí.

¿Para usted, una novela no es ante todo una buena historia?
Eso es, una excelente historia. Pero mis mejores novelas no tienen una, sino más historias que se entrelazan en cierta manera. Pálido fuego posee ese contrapunto, y Ada o el ardor también. Me gusta ver el tema principal irradiando a través de la novela y desarrollándose en pequeños temas secundarios. A veces es una digresión que se convierte en drama en un rincón del relato. O bien las metáforas de un discurso elevado se unen para formar una nueva historia.

Las historias que se inventan los novelistas -y pienso en un novelista llamado Vladimir Nabokov, las historias inventadas, ¿son más interesantes que las de la vida?
Entendámonos: la historia verdadera de una vida también ha tenido que ser contada por alguien, y si es una autobiografía escrita con pluma pudibunda por un personaje sin talento puede parecer muy sosa al lado de una invención maravillosa como el Ulysses de Joyce.

¿Es su libro favorito?
Sí, mi gran modelo.

Nabokov es Lolita, es la ecuación de siempre. ¿No acaba molestándole el éxito de Lolita, tan considerable que se puede pensar que usted es el padre de una única niña algo perversa?
Lolita no es una niña perversa. Es una pobre niña que corrompen, y cuyos sentidos nunca se llegan a despertar bajo las caricias del inmundo señor Humbert, a quien una vez pregunta: "¿Siempre viviremos así haciendo toda clase de porquerías en camas de hotel?". Pero respondiendo a su pregunta: su éxito no me molesta. Yo no soy Conan Doyle quién, por esnobismo o pura estupidez, prefería ser conocido como autor de una historia de Africa que imaginaba muy superior a su Sherlok Holmes. Y es muy interesante plantearse como hacen ustedes los periodistas, el problema de la tonta degradación que el personaje de la nínfula que yo inventé en 1955 ha sufrido entre el gran público. No sólo la perversidad de la pobre criatura fue grotescamente exagerada, sino el aspecto físico, la edad, todo fue modificado por ilustraciones en publicaciones extranjeras. Muchachas de veinte años o más, pavas, gatas callejeras, modelos baratas o simples delincuentes de largas piernas, son llamadas nínfulas o "Lolitas" en revistas italianas, francesas, alemanas, etcétera. Y las cubiertas de las traducciones turcas o árabes. El colmo de la estupidez. Representan a una joven de contornos opulentos, como se decía antes, con melena rubia, imaginada por idiotas que jamás leyeron el libro. En realidad, Lolita es una niña de doce años mientras que Mr. Humbert es un hombre maduro, y el abismo entre su edad y la de la niña produce el vacío entre ellos; entre ese vacío, ese vértigo, la seducción, atracción de un peligro mortal. En segundo lugar, la imaginación del triste sátiro, convierte en criatura mágica a aquella colegiala norteamericana tan trivial y normal en su género como el poeta frustrado Humbert lo es en el suyo. Fuera de la mirada maníaca de Mr. Humbert no hay nínfula. Lolita, la nínfula, sólo existe a través de la obsesión que destruye a Humbert. Este es un aspecto esencial de un libro singular que ha sido falseado por una popularidad artificiosa.

Si bien se mira, hay bastante erotismo en su obra.
Hay bastante erotismo en la obra de cualquier novelista de quien se pueda hablar sin reírse. Lo que llaman "erotismo" es uno de los arabescos del arte de la novela.

Lo que sorprende, sobre todo en Ada..., es el gusto por el detalle: cada objeto en su sitio, la referencia exacta; todo es muy minucioso en sus libros, usted es un perfeccionista, y un aficionado a las mariposas; en Ada... hallamos muchas veces su gusto por ellas.
Excepto algunas mariposas suizas en Ada..., me inventé las especies, pero no los géneros. Es un detalle simpático, ¿verdad? Sostengo que es la primera vez que alguien se inventa mariposas científicamente posibles en una novela. Se me podría responder: usted satisface al sabio y abusa de la ignorancia del lector sobre las mariposas, pues si se hubiese inventado un nuevo tipo de perro o de gato para los señores del castillo, la superchería hubiera irritado al lector, que habría tenido que imaginarse un cuadrúpedo bastante mitológico cada vez que Ada recoge al animal en brazos. Lástima que no haya intentado inventarme cuadrúpedos. Lo siento. Pero me inventé un árbol nuevo para el jardín del castillo. Algo es algo.

Usted ha escrito este libro maravilloso La defensa, ¿es un buen jugador de ajedrez? Y hablando de ajedrez, ¿qué piensa de Fischer?
Yo era un jugador de ajedrez bastante bueno. No un "Gross Meister" (literalmente Grueso Maestro) como dicen los alemanes. Pero era un buen jugador de círculo, capaz de tender una trampa a un campeón aturdido. Lo que siempre me ha gustado en el ajedrez son las trampas, los trucos ocultos. Por eso abandoné las partidas y me dediqué a la composición de problemas. No dudo que hay un vínculo íntimo entre algunos espejismos de mi prosa y el tejido brillante y oscuro a un tiempo de los problemas de ajedrez, enigmas mágicos, cada uno de los cuales es fruto de mil y una noches de insomnio. Me gusta componer los problemas llamados "suicidas" en los que las blancas obligan a las negras a ganar. Sí, Fischer es un ser extraño pero no tiene nada de anormal que un jugador de ajedrez no sea normal, que sea así. Hubo el caso del gran Rubinstein, a principios de siglo. Del manicomio donde solía vivir, una ambulancia lo llevaba cada día a la sala del café donde se celebraba el torneo y después lo devolvía a su casilla negra, después del juego. No le gustaba ver a su adversario, pero una silla vacía más allá de su tablero todavía le irritaba más. Entonces ponían un espejo y el veía su reflejo o quizá al auténtico Rubinstein.

Fischer es un caso de psicoanálisis.
No, no, es un gran jugador de ajedrez que tiene pequeñas manías.

Me ha parecido entender que no aprecia a Freud.
No es exacto. Aprecio mucho a Freud como autor cómico. Las explicaciones que da sobre las emociones de sus pacientes y sus sueños son de un burlesco increíble, pero hay que leerlo en la lengua original. No entiendo cómo se le puede tomar en serio. No hablemos más de eso.

Los escritores políticos tampoco son sus autores de cabecera.
Muchas veces me preguntan quién me gusta y quién no, entre los novelistas, comprometidos o no, de mi siglo maravilloso. Primero, no aprecio al escritor que no ve las maravillas de este siglo, las pequeñas cosas, la ropa masculina informal, el cuarto de baño que substituye al lavabo inmundo. Las grandes cosas como la sublime libertad de pensamiento en nuestro doble occidente. ¡Y la luna! Recuerdo con qué escalofrío delicioso, envidia y angustia, miraba yo en la televisión los primeros pasos flotantes del hombre sobre el talco de nuestro satélite y cómo despreciaba a quienes decían que no valía la pena gastar tantos dólares para pisar el polvo de un mundo muerto. Detesto pues a los divulgadores comprometidos, a los escritores sin misterio, a los infelices que se alimentan con los elixires del charlatán vienés. Aquellos que aprecio saben que sólo el verbo es el valor real de la obra maestra. Principio tan viejo como verdadero, y eso no ocurre a menudo. No es preciso dar nombres, nos reconocemos por un lenguaje de signos, a través de los signos del lenguaje, o bien, al contrario, todo nos irrita en el estilo de un contemporáneo detestable, incluso sus puntos suspensivos.

Me han dicho que no le gusta Faulkner. Cuesta creerlo.
¡No! No soporto la literatura regional, el folklore artificial.

Una última pregunta, señor Nabokov, ¿puedo decir que usted, para resumir un poco, tiene la cultura del sabio y además la ironía del pintor?
Hay un rinconcito en la taxonomía entomológica que yo conocía muy bien, era el maestro, en los años '40, en el museo de Harvard. La ironía del pintor, eso no. La ironía es el método de discusión que usaba Sócrates para confundir a los sofistas; la inventó él y a mí Sócrates, entre otros, me cae muy mal. Por extensión, la ironía es una risa amarga. Mi risa es un chisporroteo bonachón que viene del vientre tanto del cerebro.

jueves, 23 de abril de 2009

MEDITACIONES, II, 14.

"Aunque debieras vivir tres mil años y otras tantas veces diez mil, no obstante recuerda que nadie pierde otra vida que la que vive, ni vive otra que la que pierde. En consecuencia, lo más largo y lo más corto confluyen en un mismo punto. El presente, en efecto, es igual para todos, lo que se pierde es también igual, y lo que se separa es, evidentemente, un simple instante. Luego ni el pasado ni el futuro se podría perder, porque lo que no se tiene, ¿cómo nos lo podría arrebatar alguien? Ten siempre presente, por tanto, esas dos cosas: una, que todo, desde siempre, se presenta de forma igual y describe los mismos círculos, y nada importa que se contemple lo mismo durante cien años, doscientos o un tiempo indefinido; la otra, que el que ha vivido más tiempo y el que morirá más prematuramente, sufren idéntica pérdida. Porque sólo se nos puede privar del presente, puesto que éste sólo posees, y lo que uno no posee, no lo puede perder."

Marco Aurelio.

VILLALAR.

"Desde que el honorable salió al balcón y dijo: «Cataluña soy yo», se ha redoblado por estos andurriales el estridente griterío de los gatos que quieren zapatos, de las Mariquitas que quieren ir de guantes, de las monas que quieren vestirse de seda. En los manuales de historia próximos futuros, bajo un epígrafe en negrita que dirá «El regionalismo», los estudiantes de bachillerato leerán: «Hacia finales de la década de los setenta, bla bla bla, el fenómeno histórico del regionalismo, bla bla bla.» Pero este futuro «fenómeno histórico» no fue en principio más que una pelotita de papel que López Rodó echó al aire una mañana tonta y que el rapidísimo pelotari Suárez, a la voz de «iMia!», empalmó de volea mientras pensaba: «¡Qué bola, Señor, qué bola!» Y así, el más listo de todos los políticos (si bien en la era de los Carter y los Giscard no es al fin tan difícil que un castellano fino, con instinto y reflejos para el carpe diem, llegue a brillar como un Solón o un Lorenzo el Magnífico) será el prestidigitador que habrá sabido transformar un engendro de despacho en fenómeno histórico arraigado en el fondo del alma popular.Pero tampoco quiero pensar que esta acción de nuestro inevitable salvador sea extraña a una leal intención descentralizadora ni es este sensato ingrediente administrativo lo que reprocho en el asunto. La culpa, la gravísima culpa cultural del presidente -y con ella el demérito que marca el techo de su inteligencia y su valor- está en la envoltura sugestiva en que ha dejado rebozarse el saludable intento descentralizador. Y aquí tampoco excluyo que subjetivamente pueda exculpar al presidente la posible transmisión hereditaria del daltonismo falangista, empecinado en jurar por verde fronda la más reseca hojarasca histórico-foIklórica y que tan engañosamente supo transfigurar en fervorosas e idílicas jornadas neoisabelinas los grises días de aquellas buenas y pacientísimas señoras del castillo de la Mota, que con sus Coros y Danzas demostraron su ciega capacidad para dejar convicto de cultura viviente y operante lo que no era sino una, por lo demás encomiable, restitución arqueológica.

Pero aunque tal dolencia le haya impedido ver al presidente la miseria cultural de semejante aditamento histórico-folklórico, es difícil pensar que la malicia del instinto político buscador de aquiescencias no haya tenido parte en la opción de avenirse a la más inerte superposición entre los posibles términos de descentralización en sus aspectos administrativos y las sedicentes unidades histórico-culturales. ¿Podríamos creer que ha estimado la vieja distribución territorial como algo tan perfecto y previsor que contenga en sí mismo, ya cantada, la figura óptima para una administración descentralizada? Inverosímil. Y si se trata, en cambio, del temor de que una descentralización escuetamente atenida a sensatos criterios administrativos y desentendida de los presuntos límites histórico-culturales daría lugar forzosamente a una materialística configuración técnico-burocrático-económica, ignorante y allanadora del espíritu, es un prejuicio pusilánime que sólo aqueja a quien está en una confusión muy española: la de tomar por espíritu el cadáver del espíritu, o sea el culto idolátrico de los nombres y los símbolos y la egolátrica embriaguez de la autoafirmación.

Pero cualquiera de esos dos puntos de vista no ha sido en todo caso más que el alibí de una opción vinculada a una necesidad extraña al contenido propio de la descentralización: al presidente le urgía asegurarse en un mínimo de tiempo una aquiescencia pública suficientemente amplia y general, a la vez que le apremiaba poder ofrecer al pueblo algo capaz de tenerlo entretenido. Y así, lejos de retener el tema de la descentralización en los grises límites de la pura reflexión administrativa, optó por servirse de él como instrumento de consolidación y estabilización política, dejándolo desbordarse por el cauce más barato, donde podría, sin embargo, atraerse un poderoso elemento sugestivo: la resonancia folklórica de una solución regionalista del designio descentralizador.

Apartada de las sedicentes unidades histórico-folklóricas, la descentralización habría carecido de toda fuerza sugestiva, al ofrecer la fisonomía abstracta y extrapersonal de un cambio de las reglas que organizan el medio y lo definen; coordinada, en cambio, a las divisorias del damero regional, le bastará la acción personificadora de los nombres propios -y sin que cuente para el caso si los nombres de región nombran o no colectividades definidas por algo más que la propia comunidad de nombre para ofrecerse bajo la figura, eminentemente sugestiva, de un cambio de condición en las personas.

La directa apelación por nombre propio desde el poder central resucita en quien la tenía más que olvidada la inmensa complacencia narcisista de sentirse andaluz, extremeño o castellano; las actitudes, gestos y clamores reivindicativos desertan de su designio nominal y se repliegan sobre su propio carácter placentero, convirtiéndose en fines en sí mismos.

¡Salve, país de imitación, raza de monas, España apócrifa, España cañí! ¿Puede haber algo más degradante para un hombre o para un pueblo, ya se llame español o castellano, que disfrazarse de sí mismo, con el lúgubre empeño de parecerse más a sí mismo cada vez? ¿Cómo es que no está aquí entre vosotros el hombre del camello, el único español que iría vestido, no de lo que es, lo que era o lo que quiere ser, sino de lo que el sol y el desierto quieren que se vista? (Si Pedro niega a Cristo, el gallo canta, pero si Cristo niega a Pedro, el gallo calla.) Si usarais el espejo no para contemplaros, sino para veros, advertiríais que la castiza zarzuela histórico-costumbrista de Los Villalares no tiene nada que envidiarle en lo maligno, grotesco y delirante a la solemne ópera imperial de Otumba, de San Quintín y de Lepanto. Esa zarzuela con que decís reivindicar la que llamáis España real reproduce punto por punto los rasgos más característicos de los pomposos fastos de la que llamáis España oficial: 1) el fetichismo de la identidad y la autenticidad; 2) el culto de los símbolos con la exaltación retórica concomitante; 3) la autoconvalidación apologética por identificación con una historia y unos antepasados (así los autonomistas han hablado de dar a las regiones una «conciencia histórica»); 4) el reivindicatorismo como actitud y expresión ontológica absoluta, permanente y total; 5) la mística de esa peculiarísima institución española llamada acto de afirmación (ya ha habido actos regionalistas que se han autodenominado literalmente así); 6) el gusto por las palabras que empiezan por «in» y terminan por «ble»: inalienable, irrenunciable, imprescriptible, etcétera, y 7) -que subsume a todos los anteriores- cultivar por espíritu el cadáver del espíritu.

Pero el narcisismo de las colectividades es inasequible al ridículo y este carnaval de falsos palurdos endomingados hete aquí que, como dicen los anuncios de la televisión, funciona. Mira por dónde ha ido a ser en los atuendos regionales donde se ha plasmado el nuevo traje nuevo del emperador. Han vuelto los dos sastres, los rostros tan iguales a sus rostros de antaño que se diría que en tan largo tiempo no han envejecido ni por un año, ni por un mes, ni por un día, ni por un instante. Traje nuevo del emperador, traje invisible que todos dicen ver, que todos reconocen y ponderan, pero que nadie se arriesga a describir y del que nadie osa enunciar tejido, guarnición, caída ni color es, en efecto, esta gran superchería de las peculiaridades, los rasgos diferenciales, la personalidad histórica, los caracteres socio-culturales privativos, pues en un mundo donde no hay dos cosas más gemelas que un yanqui y un nipón, que un chino y un egipcio, ¿cómo iba a ser distinto un andaluz de un castellano? La identidad de reacción, el absoluto mimetismo con que, frente a la autonomía de Euskadi y Cataluña, todas a una las demás regiones han alzado su banderita o su pendón y han coreado como un hatajo de borregos esa especie de voluntario autolavado de cerebro de los eslóganes rimados es ya un dato bastante elocuente de lo que hay que pensar sobre la justificación cultural de las autonomías, amén de un espectáculo que atrae sobre sí mismo la sospecha de estar favorecido y alentado por el poder central, con la intención de escamotear, al amparo de toda esa hojarasca, el alcance y el rigor del contenido administrativo de las autonomías, contenido cuya justificación no necesita, por cierto, basarse en diferencias. «El polvo del ganado saca al lobo de cuidado», dice el refrán, y así bien podría ser que la enorme polvareda narcisista de la sugestión folklórica de las autonomías sea la cortina de humo que esté sacando de cuidado a ese listísimo lobezno, para moverse a sus anchas y hacer camino por donde se le antoje, y yo no digo que para mal del pueblo -nunca he creído en malos-, pero sí para la sola forma de bien que él le desea y tal como él la entiende. Para mí, el mal de degradación, de primitivismo, de elementalidad, de infantilismo y (le estupidización que comporta esta hoguera de narcisismo, incoada y atizada sin el menor empacho en torno al tema de las autonomías, es ya un daño lo bastante grande, lo bastante irreparable (puesto que ¡vaya usted ahora a hacer bayeta y trapos de cocina con todos los pendones y banderas que en este medio tiempo se han alzado y esgrimido!) como para tener una opinión muy baja del modo en que entiende el bien de un pueblo, o de unos pueblos, el presidente Adolfo.

Cuando un estadista quiere mover o inmovílizar al pueblo suele poner a rendimiento una determinada figura o inclinación del ánimo que sospecha eficaz entre las gentes; pero lo inmediatamente eficaz en el ánimo de un pueblo es siempre lo más primitivo, lo más bajo, lo más elemental. Si el regionalisnio ha recibido una respuesta tan vivaz no es porque haya encontrado una figura cultural o necesidad o deseo particulares, elaborados y complejos: la respuesta de lo particular elaborado no es nunca pronta; pronta es sólo la respuesta de lo automático, y lo automático pertenece siempre -por inmadurez o por degeneración- a lo más genérico, elemental e informe. La llamada regionalista no ha ido a topar con nada rnás específico y determinado que el anónimo, incondicionado, indiferenciado resorte narcisista de las comunidades.

El opio de los pueblos que hoy se expende entre los españoles no es sino el narcisismo alternativo que el poder central elucubró cuando vio exhausta la rentabilidad política del narcisismo nacional: el «nosotros, los españoles», el «España y yo somos así, señora», el gol de Zarra contra Inglaterra en el mundial de Maracaná, constituyen un narcisismo que ha dejado de vender, que ya no consigue colocar un céntimo en bonos del Estado entre los españoles. Había que reorganizar todo el juego de espejos y producir reflejos diferentes para seguir cumplimentando la acrisolada práctica política de mantener al pueblo encandilado con alguna identidad. De los vetustos baúles centralistas, el presidente Adolfo, en funciones de ama de llaves del rancio solar hispano, fue solícita y amorosamente rescatando los viejos trajes regionales, el de charro, el de baturro, el de patán. Es verdad que el común y uniformador olor a naftalina era tan fuerte que disminuía hasta la casi total evanescencia cualesquiera cualidades que permitiesen distinguir los trajes unos de otros; se habría esperado, pues, ver vacilar a algún comparsa en el temor de ponerse el que no es, y sin embargo, helos aquí ya todos en escena, dispuestos a atacar con entusiasmo la chispeante y chocarrera zarzuela costumbrista de Los Villalares. ¡Música, maestro!"

Rafael Sánchez Ferlosio, El País, 2 de mayo de 1978.

martes, 21 de abril de 2009

MEDITACIONES, II, 12.

"¡Cómo en un instante desaparece todo: en el mundo, los cuerpos mismos, y en el tiempo, su memoria! ¡Cómo es todo lo sensible, y especialmente lo que nos seduce por placer o nos asusta por dolor o lo que nos hace gritar por orgullo; cómo todo es vil, despreciable, sucio, fácilmente destructible y cadáver! ¡Eso debe considerar la facultad de la inteligencia! ¿Qué son esos, cuyas opiniones y palabras procuran buena fama ¿Qué es la muerte? Porque si se la mira a ella exclusivamente y se abstraen, por división de su concepto, los fantasmas que la recubren, ya no sugerirá otra cosa sino que es obra de la naturaleza. Y si alguien teme la acción de la naturaleza, es un chiquillo. Pero no sólo es la muerte acción de la naturaleza, sino también acción útil a la naturaleza. Cómo el hombre entra en contacto con Dios y por qué parte de sí mismo, y, en suma, cómo está dispuesta esa pequeña parte del hombre."

Marco Aurelio (121-180)

MARINA O EL ARDOR.

"Su cabello negro caía sobre su frente, y su modo de sacudir la cabeza para echarlo hacia atrás, y su mejilla pálida pertenecían a ese tipo de revelaciones a las que acompaña el sentimiento inmediato de una verdad reconocida. Su palidez era luz, y el negro de su pelo era una noche resplandeciente."

Vladimir Nabokov.

lunes, 6 de abril de 2009

EPITAFIO.

Ha muerto
acribillado por los besos de sus hijos,
absuelto por los ojos más dulcemente azules
y con el corazón más tranquilo que otros días,
el poeta Leopoldo Panero,
que nació en la ciudad de Astorga
y maduró su vida bajo el silencio de una encina.
Que amó mucho,
bebió mucho y ahora,
vendados sus ojos,
espera la resurrección de la carne
aquí, bajo esta piedra.

Leopoldo Panero (1909-1962)

6 DE ABRIL DE 2009.

"Se preguntó, como ya lo había hecho muchas veces, si no estaría él loco. Quizás un loco era sólo una "minoría de uno". Hubo una época en que fue señal de locura creer que la Tierra giraba en torno al Sol: ahora, era locura creer que el pasado es inalterable. Quizá fuera él el único que sostenía esa creencia, y, siendo el único, estaba loco. Pero la idea de ser un loco no le afectaba mucho. Lo que le horrorizaba era la posibilidad de estar equivocado."

George Orwell, 1984, regalo de Marina.