martes, 30 de septiembre de 2008

UN SOPLO DE AIRE FRESCO.

Acodado en la erosión de mis piernas, expuesto el azote de mi traje que ondea como esas segundas pieles de las que siempre se habla en determinados círculos, sé que dibujo una expresión de delincuente o parásito, de un Frankenstein para las madres que peinan con agua a los niños, de un lanzador olímpico de heces. Pero no importa, estoy solo; llevo siglos aquí sin dejar de estar solo de la manera en que lo está la luz del mediodía, sin sombras que le cuelguen, esas segundas pieles de las que siempre se habla en determinados círculos cuando me refieren como aquella sombra inverosímil que habitó un continuo mediodía.

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