martes, 30 de junio de 2009

CARTA CON RESPUESTA.

Quien definió la religión como opio del pueblo no andaba muy descaminado. Las personas que rezan, sufren beneficios neurológicos gracias a las modificaciones en sus conexiones neuronales. Los efectos de la práctica religiosa coherente son altamente positivos y éste es el factor preeminente para aumentar la calidad de vida de las personas. No es difícil concluir que, quienes arrinconan a Dios o a su Iglesia de las culturas e ideologías presentes en el mundo, se erigen en enemigos del bienestar humano. Dios nos creó y conoce a la perfección cuánta necesidad tenemos de él para vivir en una felicidad acorde con nuestra naturaleza, elevada por él hasta la divinidad. Necesidad también de pedirle perdón para dar cauce, en nuestra conciencia, a todo lo que nos angustie y aprisione.
EVA CATALÁN. BARCELONA

¿Dice usted que “no es difícil concluir” eso? A mí me parece francamente difícil, salvo avería en el piso alto, porque no veo la menor conexión lógica. El tabaco (o las drogas) también tiene probados efectos neurológicos, hasta el punto de que se recomiendan para algunas enfermedades. ¿Es fácil concluir entonces que quienes no fuman o no se drogan “se erigen en enemigos del bienestar humano”? ¿O el efecto de la oración es precisamente modificar las conexiones neuronales hasta que uno acabe sacando con facilidad semejantes conclusiones? Fascinante. ¡Y encima es droga legal!
Como decía Barthes, es el lenguaje el que nos habla. Los católicos, dice usted, “sufren beneficios”. Sufrir beneficios me parece una brillante definición unamuniana del espíritu religioso y sado-masoquista. Por mi parte, prefiero disfrutar los beneficios: el sufrimiento se lo dejo a ustedes. ¡Si yo disfruto hasta de lo que me perjudica, imagínese!
Por último, si tanto lo necesita, pida perdón, que usted sabrá por qué. Yo a Dios no le concedo el más mínimo derecho a darse por ofendido. Sin embargo, si Dios quiere pedirme perdón a mí (y sobran motivos), estoy dispuesto a concedérselo. En mi pueblo somos así: generosos. Es más, si pide perdón, que se pida también don Dios lo que quiera en la barra y que lo apunten en mi cuenta.


Rafael Reig, Público, 29 de junio de 2009.

lunes, 29 de junio de 2009

ENTONCES.

Entonces,
en los atardeceres de verano,
el viento
traía desde el campo hasta mi calle
un inestable olor a establo

y a hierba susurrante como un río

que entraba con su canto y con su aroma
en las riberas pálidas del sueño.

Ecos remotos,
sones desprendidos
de aquel rumor,
hilos de una esperanza
poco a poco deshecha,
se apagan dulcemente en la distancia:

ya ayer va susurrante como un río

llevando lo soñado aguas abajo,
hacia la blanca orilla del olvido.

Ángel González.

domingo, 28 de junio de 2009

JORGE LUIS BORGES: LA VISIÓN DEL ÁMBAR.

"Siendo ciego y poeta se tiene medio camino hecho para llegar a Homero. Si además el poeta ciego es argentino ese camino no puede ser muy largo. No hay que navegar mares azarosos, ni recorrer senderos calcáreos bajo un sol azul de la Argólida entre cabras puntiagudas. Cualquiera que se llame Borges encontrará a Homero en cualquier esquina del barrio de Palermo de Buenos Aires, tomando el té en una confitería. Pero no está claro que Borges fuera realmente ciego. Aunque su abuela paterna murió ciega, su bisabuelo murió ciego y su padre también acabó ciego, puede que la ceguera del escritor fuera sólo la más famosa de sus metáforas. En todo caso Borges ha confesado que su color preferido era el amarillo ámbar, el único que venía en un horizonte imaginario, el mismo que resplandece en la arena infinita del desierto.

En un cruce de caminos Borges un día invocó el azar, echó los dados de ámbar sobre la arena y uno de esos dados le ofreció su séptima cara. En ella había imágenes superpuestas de laberintos, espejos, tigres y cuchillos, todas ineludibles y un cúmulo de metáforas, el tiempo como río, la vida como ficción, la muerte como sueño y él mismo como "el otro": con esa materia el destino le obligó a ser Borges, un escritor condenado a escribir fábulas sin moraleja. Dijo Blake que nada existe si no ha sido imaginado.

Sus primeros recuerdos eran imágenes de un sable que sirvió en el desierto, de un aljibe, de la casa vieja, del silbido de un trasnochador en la vereda. Fue un niño enfermizo vestido de niña al que su madre nunca dejó salir de su placenta. Desde que su padre llevó al adolescente Borges a un prostíbulo de Ginebra para que ejerciera de hombre por primera vez, él vivió a partir de entonces el amor como un ente hipotético siempre frustrado. "Yo que he sido todos los hombres no he sido aquel en cuyo abrazo desfallecía Matilde Urbach". Si bien esta mujer fue la heroína de una novela barata, su nombre implica el de todas las mujeres que Borges enamoradizo no pudo conseguir o poseyó a medias. Descubrió una vez con cierta tristeza que se había pasado la vida pensando en una u otra mujer y todas le llevaron a cometer el mayor de los pecados, el no haber sido feliz. Por lo demás Borges navegó todos los mares, cruzó todos los desiertos, recorrió todas las ciudades, varado en un sofá del vestíbulo de infinitos hoteles con las manos apoyadas en el bastón, las córneas acuosas dirigidas a un punto indeterminado de la pared de enfrente donde estaban concentrados todos los mapas.

En la plenitud de su creación Jorge Luis Borges había tallado poemas en madera de ébano, había escrito libros de arena, historias de infamia, fábulas que se habían podrido junto con los papiros que las soportaban, se había perdido en la bruma de las sagas noruegas, había jugado a la lotería de Babilonia donde el premio siempre era una puñalada de un compadre o había bajado al sótano de la Biblioteca de Alejandría a compartir enigmas con el guardián. En ese tiempo sólo lo leían casi en secreto algunos iniciados. La fama alcanzó al escritor en el umbral de la vejez y sólo fue debida a las maldades y paradojas envenenadas que salían de su boca en las aciagas entrevistas con los periodistas de la sección de cultura. En un juego de niño terrible en ellas proclamaba siempre lo inesperado, lo que más podría sorprender, irritar o admirar a cualquier neófito. Para enfadar a los académicos españoles decía que el castellano era una lengua muy fea y que prefería el inglés. Para sacar de quicio a los progresistas afirmaba que Franco había sido muy positivo para España. Admiraba más a Alonso Quijano que al Quijote y a éste menos que a Cervantes. Ensalzaba al escritor mediocre Cansinos Assens para vengarse de todos los poetas de la Generación del 27 y así sucesivamente hasta crearse un personaje odioso y al mismo tiempo admirado. La desgracia de sus lectores, cuando su nombre fue revelado en los años sesenta del siglo pasado, consistía en que odiar a Borges y amarlo era una misma obligación.

A veces se disfrazaba de reaccionario, pero sólo era un conservador, un liberal moderado cuyo odio a Perón, que le había condenado a ser inspector de pollos en vez de bibliotecario, lo llevó a aplaudir la llegada de los militares argentinos. Creía que la democracia era una simple estadística, aunque presumía de haber condenado en su tiempo a Mussolini y a Hitler, cuando otros callaban, para acabar aceptando una medalla de Pinochet, un acto que le costó el Nobel. Empieza uno diciendo una maldad para epatar y acaba despeñándose en la barranca. A partir de un momento Borges se convirtió en el escritor al que no le daban el Nobel.

Tal vez creía en Dios, tal vez no, porque para Borges la teología era una obra maestra de ciencia-ficción. Por lo demás, si bien presumía de haber tomado mescalina y cocaína en su juventud, su droga más pertinaz fueron los caramelos de menta y su plato preferido la merluza hervida. Cuando murió la madre comenzó a viajar, ya ciego, sólo para oler los países. Olfateó el Machu Picchu, conoció Japón con la mente, se dejó explicar las calles de París, de Tejas, de Nueva York, y Borges sólo les ofrecía sus pasos, los golpes de su bastón y en los hoteles se dejaba llevar del codo hasta el lavabo para dar de sí antes de volver al sofá del vestíbulo a ejercer de vidente en las sombras amarillas ante admiradores y reporteros. En todos los países y ciudades siempre había una mujer para hacer de pantalla entre él y los objetos. Hubiera preferido consagrarse al goce de la metafísica o de la lingüística, pero al final lo daba todo por un susurro femenino en el oído que le fiaba una incierta promesa, lo suficiente para alimentar su imaginación.

Borges vivía aventuras de galán a través una figura interpuesta en la persona de Bioy Casares, un devorador de mujeres, el rey del bataclán. Con su amigo departió durante treinta años la cena todas las noches con chismorreos culturales de alta y baja ley, los dos empollados por la gran clueca Victoria Ocampo, ama y señora de la revista Sur, donde abrevaron los intelectuales de moda de Europa traídos por ella a Argentina a buen precio.

A los 80 años estaba aburrido de ser Borges y deseaba conocer la sombra del misterio mayor de los hombres. Pero en el último momento levantaba una leve protesta. ¿Por qué voy a morirme si nunca lo he hecho antes? Era como si le dijeran que iba a ser buzo o domador. Al final creía que la muerte no le era permitida. No estaba seguro de que Dios necesitara su inmortalidad para sus fines. Pero Jorge Luis Borges murió. Lo hizo a sabiendas el 14 de junio de 1986 y está enterrado en el cementerio de notables de Plainpalais, en Ginebra, la ciudad donde había alcanzado por primera vez el placer sexual con una mujer en un prostíbulo. La última metáfora. Tenía miedo a seguir siendo Borges. Qué importa la muerte si eso le ha sucedido a un individuo llamado Borges, que vivió en Buenos Aires en el siglo XX, hace ya tanto tiempo. Qué importa si fue desdichado o feliz si ya ha sido olvidado. Todos corremos hacia el anonimato, sólo que los escritores mediocres llegan a la meta un poco antes, decía."

Manuel Vicent, El País, 27 de junio de 2009.

viernes, 26 de junio de 2009

UN APERITIVO DEL "ULISES".

"Un dolor, que no era todavía el dolor del amor, le roía el corazón. Silenciosamente, ella le había acercado en un sueño después de morir, con su cuerpo consumido, en la suelta mortaja parda, oliendo a cera y palo de rosa: su aliento, inclinado sobre él, mudo y lleno de reproche, tenía un leve olor a cenizas mojadas. A través de la bocamanga deshilachada veía ese mar saludado como gran madre dulce por la bien alimentada voz de junto a él. El anillo de bahía y horizonte contenía una opaca masa verde de líquido. Junto al lecho de muerte de ella, un cuenco de porcelana blanca contenía la viscosa bilis verde que se había arrancado del podrido hígado en ataques de ruidosos vómitos gimientes."

James Joyce (1882-1941)

lunes, 22 de junio de 2009

ENTREVISTA A THOMAS BERNHARD.

-Uno nunca sabe quién es. Son los demás los que le dicen a uno quién y qué es ¿no? Y como esto uno lo oye millones de veces en su vida, por poco que ésta sea larga, acaba por no saber en absoluto quién es. Todos dicen algo distinto. Incluso uno mismo está siempre cambiando de parecer.

-¿Hay seres de los que usted dependa, que tengan una influencia decisiva en su vida?
-Uno siempre es dependiente de las personas. No hay nadie que no dependa de algún ser. El hombre que estuviera siempre a solas consigo mismo acabaría hundiéndose al cabo de muy poco tiempo, se moriría. Yo soy de la creencia que para cada uno de nosotros existen seres decisivos. Yo he conocido a dos en mi vida; mi abuelo paterno y una persona a la que conocí un año antes de la muerte de mi madre. Fue una relación que duró más de treinta y cinco años. Todo lo que a mí se refería provenía de esta persona, de ella lo he aprendido todo. Y con su muerte también desapareció todo. Entonces uno se encuentra solo. Al principio a uno le gustaría morirse también; después se pone a buscar. A todas las personas que todavía se tienen, a las que se ha dejado olvidadas en el transcurso de la vida. Entonces se encuentra uno muy solo. Hay que aprender a vivir con ello.
Cuando me encontraba solo, fuese donde fuese, siempre he sabido que esta persona me protegía, me mantenía, y también que me dominaba. Después, todo desapareció. Uno está en el cementerio. Están cerrando la tumba. Todo lo que tuvo algún significado se ha ido. Entonces se despierta cada día por la mañana con una pesadilla. No se trata forzosamente de que se quiera seguir viviendo. Pero uno tampoco quiere pegarse un tiro, o colgarse. A uno eso le parece feo, y desagradable. Entonces sólo quedan los libros. Se precipitan sobre uno con todos los horrores que en ellos se pueden escribir. Pero de puertas afuera se sigue viviendo como si nada, para evitar que el entorno, que siempre está al acecho de nuestras debilidades, nos devore. Por poco que uno las deje aflorar, abusará de nosotros y nos sumergirá en un mar de hipocresía. Entonces la hipocresía se llama compasión. Es la definición más bella de la hipocresía.
Tal como he dicho antes, es difícil, tras treinta y cinco años de convivencia con una persona, encontrarse de repente solo. Esto sólo lo entienden las personas que han vivido una experiencia parecida. Uno se vuelve de repente cien veces más desconfiado que antes. Uno se vuelve más frío de lo que antes ya se le catalogaba. Aún más reservado. Lo único que le salva a uno es que no hay que morirse de hambre.
En realidad, lo que se dice agradable, esta vida no lo es. Sin contar con la propia decrepitud. Un derrumbe total. Uno sólo se mete en casas con ascensor. Ingiere un cuarto de litro de vino para comer, otro cuarto para cenar. Más o menos se hace soportable. Pero cuando para comer se bebe ya medio litro, entonces, se pasa muy mala noche. La vida se reduce a este tipo de problemas. Tomar pastillas, no tomarlas, cuándo tomarlas, para qué tomarlas. Uno va enloqueciendo de mes en mes, porque las cosas se van embrollando.

-¿Cuándo tuvo usted alguna alegría por última vez?
-Uno se alegra cada día de seguir viviendo y de no estar todavía muerto. Esto constituye un capital inapreciable.
Aprendí, del ser que se me ha ido, que uno se agarra a la vida hasta el final. En el fondo, todos estamos contentos de vivir. La vida no puede ser tan mala hasta el punto de no aferrarse a ella. La curiosidad es el estímulo. Uno desea saber: ¿qué más falta aún? Es más interesante saber lo que ocurrirá mañana, que lo que está pasando hoy. Cuanto mayor se hace uno, más interesante se vuelve la vida. Tras la destrucción del cuerpo, la mente se desarrolla sorprendentemente bien. Lo que más me gustaría es saberlo todo. Siempre trato de robar a la gente, de sacarle todo lo que lleva dentro. En la medida en que esto se puede practicar a escondidas. Cuando la gente se da cuenta de que la estás robando, entonces se cierra. Como cuando se ve a un sospechoso acercarse a la casa, se atranca la puerta. Aunque también se puede forzar la puerta, cuando no queda más remedio. Todo el mundo puede dejarse una ventana abierta en el desván. Esto puede ser muy estimulante.

-¿Ha deseado usted alguna vez fundar una familia?
- Sencillamente me he limitado a sentirme feliz de sobrevivir. Fundar una familia, ni se me podía pasar por la cabeza. No tenía salud, y por lo tanto, tampoco ganas de pensar en estas cosas. No me quedó más alternativa que refugiarme en mi capacidad de raciocinio, y tratar de sacarle algún provecho ya que mi cuerpo estaba agotado. Estaba vacío. Y así ha seguido, durante años y años. ¿Es eso bueno, o malo? ¿Quién lo sabe? Pero es una forma de vivir. La vida puede asumir infinitas formas.
Mi madre murió a los cuarenta y seis años. Fue en 1950. Conocí a mi compañera un año antes. Al principio sólo fue una amistad y una relación muy fuerte con una persona mucho mayor que yo. En cualquier lugar del mundo donde me encontrase, ella era el punto central del cual yo lo extraía todo. Yo siempre sabía que esta persona era totalmente mía en los momentos difíciles. No tenía más que pensar en ella, sin siquiera buscarla, y todo se arreglaba. Incluso ahora, sigo viviendo con esta persona. Cuando estoy preocupado pregunto: ¿Qué harías tú? Así he conseguido apartarme de algunas atrocidades integrales, que no se pueden excluir con la edad, ya que todo está dentro de uno. Para mí, ella fue el elemento de moderación y de disciplina. Y por otra parte también el elemento de apertura al mundo.

-En algún momento de su vida ¿se ha sentido usted satisfecho?
-Nunca me he sentido satisfecho de mi vida. Siempre me he sentido muy necesitado de protección. Con mi amiga encontré protección, y siempre me impulsó a trabajar. Ella se sentía feliz de verme hacer algo. Por eso fue maravilloso. Viajábamos. Yo le llevaba sus pesadas maletas, pero aprendí muchas cosas, por poco que se pueda decir esto refiriéndose a uno mismo, pues de todas maneras siempre es poco, o casi nada. Pero para mí lo fue todo.
Cuando yo tenía diecinueve años, en Sicilia, me enseñó donde vivía Pirandello, pero sin la pedantería empalagoso de la persona muy culta. Como de pasada. Fuimos a Roma, a Split, pero lo importante entonces eran sobre todo los viajes interiores que hicimos. Vivíamos en un sitio perdido en el campo, con mucha sencillez. Por las noches la nieve caía encima de nuestra cama. Sentíamos esta predilección por la sencillez. Las vacas pastaban junto al dormitorio, tocando a donde vivíamos, donde tomábamos la sopa rodeados de libros.

-¿Usted está conforme con su vida de escritor?
- Bueno, uno siempre anhela mejorar escribiendo, sino sería para volverse loco. Es un fenómeno que aparece con la edad. Las composiciones deberían irse volviendo más rigurosas. Yo siempre he tratado de mejorar progresando. Partir del último paso para dar el siguiente. Evidentemente, los temas son siempre los mismos, claro está. Cada uno sólo tiene su propio tema, y se mueve dentro de él. Y entonces se hacen las cosas bien. Siempre se tienen muchas ideas: hacerse monje, ferroviario, o leñador, quizá. Pertenecer a la gente muy sencilla. Lo que evidentemente es un error, porque uno no pertenece a ella. Cuando uno es como yo, no puede convertirse en monje o en ferroviario, claro está. Siempre he sido un solitario. A pesar de este fuertísimo lazo siempre he estado solo. Al principio, claro, aún creía que tenía que ir a los sitios y participar. Pero por lo menos desde hace un cuarto de siglo apenas me relaciono con otros escritores.

-Uno de sus temas principales es la música. ¿Qué significa para usted?
-Estudié música cuando era joven. Me ha perseguido desde la infancia. Aunque siempre me ha gustado, la música ha sido como una caza y un acoso para mí. Sólo estudiaba para poder estar con gente de mi edad. Probablemente esta necesidad era la consecuencia de mi relación con esta persona mucho mayor que yo. He jugado, cantado, hecho teatro con mis colegas del Mozarteum. Después la música se volvió imposible debido a motivos puramente físicos. Sólo se puede hacer música cuando se está permanentemente con más gente. Como precisamente era esto lo que yo no quería, el problema se resolvió por sí solo.

-Sus ataques, principalmente contra el Estado y contra la Iglesia, son a menudo muy fuertes. En Extinción (Auslóschung) describe usted el catolicismo como «lo que destruye el alma del niño, lo que le asusta, lo que anega su carácter». Para usted, su país, Austria se ha convertido en «un negocio sin escrúpulos donde sólo se comercia con todo y donde todos estafan a todos por todo». ¿ Escribe usted desde una posición de odio universal?
-Yo amo a Austria. Esto no se puede negar. Pero la estructura del Estado y de la Iglesia es tan horrible que sólo se puede odiarla.
Soy de la opinión que todos los países y todas las religiones, a la que se los conoce de cerca, son igual de horribles. Con el tiempo se descubre que la estructura es en todas partes la misma, tanto en las dictaduras como en las democracias; en el fondo, para el individuo son igual de horribles. Por lo menos vistas de cerca. Pero más vale no dejarse llevar y no proclamar este tipo de cosas, para que no me echen los perros.

-¿Para usted no es importante el reconocimiento, como escritor y como ser humano en su propia patria?
- El hombre, desde el principio, está sediento de amor por naturaleza. Sediento del cariño, del don que el mundo tiene por ofrecer. Cuando a uno le privan de esto, por mucho que repita mil veces que es un ser frío, que nada ve ni nada oye, le golpea con toda dureza. Pero esto es así, es inevitable. Cuando se dan voces en el bosque, el eco las devuelve. Cuando se conoce el bosque, también se conoce el eco. En el fondo, también se está enamorado del odio y del desdén.

-¿Es quizá por esta razón que de entrada, en sus libros, empieza usted por hacer tabla rasa? Da la impresión de un ajuste de cuentas algo brutal con determinadas personas. ¿Recibe usted las reacciones consecuentes ?
-Sí. A veces se vuelve casi insoportable. Ayer, cuando estaba en la ciudad, una mujer se me echó literalmente encima. Se puso a gritar: «Si sigue usted por este camino reventará». Se está indefenso ante este tipo de cosas. O, por ejemplo, está uno tranquilamente sentado en un banco en el parque, y recibe de repente un golpe por la espalda. Aún no has tenido tiempo de reaccionar y apenas alcanzas a oír cómo alguien grita: «Muy bien, siga por este camino. » Uno mismo provoca estos incidentes. Lo que pasa, es que no se contaba con ello. Apenas puedo seguir viviendo en Ohlsdorf, mi lugar de residencia. Los atropellos por todas partes se me hacen insoportables. Por lo demás, las alabanzas son tan siniestras, falsas, hipócritas y egoistas como los insultos. Se da el caso, que la gente, si no abro en seguida la puerta, se enfada y me rompe los cristales. Primero llaman, después pican, después gritan, y acaban rompiéndome las ventanas. Después se oye el rugido de un motor que se aleja. Porque fui lo suficientemente estúpido, hace veintidós años, de dar mi dirección, ahora ya no puedo seguir viviendo en Ohlsdorf. La gente se sube al muro que rodea mi casa. Cuando por la mañana bajo hasta el portal, ya hay gente encaramada. Dicen que quiere hablar conmigo. O, los fines de semana, la gente va a ver al escritor, como antes iban al parque a ver los monos. Esto es más divertido. Se acercan hasta Ohlsdorf y asedian mi casa. Yo los observo escondido detrás de las cortinas como un preso o como un loco. Insoportable. Desde hace doce años ya no doy más, conferencias. Ya no me siento capaz de sentarme y ponerme a leer mis cosas. Tampoco soporto a la gente que aplaude. El aplauso es la recompensa del actor. Vive de ello. Yo, por mi parte, prefiero las transferencias de mi editorial. Pero las marchas, los desfiles y la gente que aplaude en los teatros o en los conciertos me son insoportables. Las calamidades siempre las provoca la masa enfervorizado que aplaude. Todos los horrores provienen de los aplausos.

-Usted ha dicho, en Extinción que uno debería dejarse erigir en viejo bufón a los cuarenta. ¿Por qué?
-Este método es el único que permite soportarlo todo. Usted me ha preguntado por la imagen que tengo de mí. Sólo puedo decir lo siguiente: la del bufón. Entonces funciona. La imagen del bufón, del viejo bufón. Un bufón joven carece de interés, ni siquiera se le reconoce como bufón.

-¿Fue para usted la escritura, sobre todo en sus libros primerizos como El Aliento o El Frío , también un medio de superar su enfermedad?
-Mi abuelo era escritor. Hasta después de su muerte no me atreví a ponerme a escribir. Cuando yo tenía dieciocho años, se descubrió en el pueblo donde había nacido mi abuelo una placa en recuerdo suyo. Después de la ceremonia todos fueron al albergue de mi tía. Yo también estaba allí, y mi tía, dirigiéndose a unos periodistas que cubrían la información, dijo: «Allí está el nieto, que nunca será nada, aunque a lo mejor también sabe escribir». Entonces uno dijo: «Mándemelo el lunes». Así recibí el encargo de escribir sobre un campo de refugiados. Al día siguiente mi reportaje ya figuraba en el diario. No he vuelto a sentirme tan entusiasmado en mi vida. Es una sensación maravillosa: escribir algo que se imprime durante la noche, aunque sea mutilado y recortado. Pero en fin, ahí estaba. De Thomas Bernhard. ¡Sangre había sudado para escribirlo! Durante dos años escribí la crónica judicial, que me volvió a la memoria cuando me puse a escribir prosa. Un tesoro inestimable. Creo que de ahí surgen mis raíces.

-¿Qué siente ahora, cuando críticos como Reich-Ranicki o Benjamín Henrichs escriben sobre usted con admiración? ¿También se siente entusiasmado?
-Con las críticas no me he vuelto a entusiasmar más. Al principio, sí, porque me las creía; pero cuando se llevan treinta años viendo estos cambios de valoración, estas devoluciones de favores con intereses, uno acaba descubriendo los mecanismos. Uno manda a su criado y le dice: «Ahora quiero que me hagas una crítica negativa». Así funciona.

-¿Le molestan las críticas feroces?
-Sí, hoy en día todavía sigo cayendo en todas las trampas. Los periódicos siempre me han fascinado, desde mi juventud hasta hoy. Apenas puedo soportar un día sin periódicos. Al cabo del tiempo se acaba conociendo a la gente en las redacciones. A lo mejor no los he visto en mi vida, pero sé cuáles son los entresijos de un teatro, el trasfondo de una redacción, conozco a los editores, a los lectores, los negocios. El espíritu siempre se pierde por el camino, el sabor también se queda en el camino, y la poesía. Por encima pasan los ejércitos de redactores y críticos. Pasan por encima de los cadáveres de todos los que hacen algo creativo. Volvemos a topar con algo fascinante: me hiere, pero ya no me molesta en mi trabajo.

-En una conferencia usted dijo: «Nada tenemos que decir, excepto que somos miserables». ¿Escribe usted para dejar constancia de sus derrotas?
-No. Todo lo que hago, lo hago sólo para mí. Todo el mundo lo hace todo sólo para sí, tanto el funámbulo, como el panadero, o el revisor de tren, o el acróbata del aire. Con la salvedad de que en las acrobacias aéreas, durante el espectáculo, el público mira al cielo, y, mientras el aeroplano está volando la gente ya espera que se estrelle. Con los escritores pasa lo mismo, con una diferencia importante: mientras el aviador sólo se estrella una vez, en cuyo caso suele matarse o quedar muy mal parado, el escritor también suele salir muerto o mal parado-, pero siempre resucita. Siempre vuelve a dar el espectáculo. Y cuando más viejo se hace, más alto vuelta, hasta que un día se le pierde de vista. Entonces la gente se pregunta: ¡Qué raro! ¿Cómo es que no se ha vuelto a estrellar?
Yo gozo escribiendo, lo que no es nada nuevo. Escribir es el único lazo que todavía me ata. Claro que la cuerda está algo deshilachada. Pero en fin, así es. Nadie es eterno. Pero mientras dure mi vida, viviré escribiendo. La escritura es mi existencia. Hay meses, o años, en los que no puedo escribir. Es horrible. Pero en algún momento siempre vuelve, y entonces algo se fragua. Este ritmo es terrorífico y extraordinario a la vez: es algo que los demás probablemente no conocen.

-En sus libros, salvo contadas excepciones, no da usted una imagen muy favorable de la mujer.
¿Es un fiel reflejo de su experiencia personal?
-Sólo puede decir que, desde hace un cuarto de siglo, me relaciono exclusivamente con mujeres. No soporto a los hombres, ni las conversaciones de hombres. Me vuelven loco. Los hombres siempre hablan de lo mismo: de su profesión o de mujeres. Es imposible escuchar algo original en boca de los hombres. Las reuniones de hombres me son insoportables. Prefiero la cháchara de las mujeres. Para mí, las únicas relaciones provechosas han sido con mujeres. Después de mi abuelo, lo he aprendido todo con las mujeres. No creo haber aprendido nada de los hombres. Los hombres siempre me han puesto de mal humor. Curioso. Después de mi abuelo, se acabó, ni un hombre más. Siempre he buscado protección y salvación entre las mujeres, que también se han mostrado superiores a mí en muchas cosas. Y además saben dejarme en paz. Yo puedo trabajar rodeado de mujeres. En cambio, sería totalmente incapaz de producir nada en un entorno de hombres.

-Tras la muerte de la compañera de su vida, ¿existe alguien de quien usted no puede prescindir?
-No, podría rodearme de cientos de personas, bailar en mil bodas, pero no imagino nada peor. Hace poco soñé que el ser que perdí, volvía. Yo le dije: «el tiempo que no has estado aquí ha sido el más horríble». Como si sólo hubiese sido un intermedio y los muertos ahora siguieran viviendo conmigo. Fue algo tan fuerte, irrepetible. Ya no es posible. Ahora me sitúo en el punto de vista del espectador, en un ángulo muy cerrado desde donde observo el mundo. Punto.

-¿Cree usted en la posibilidad de otra forma de existencia tras la muerte?
-No. Gracias a Dios no. La vida es maravillosa, pero lo más maravilloso es pensar que tiene fin. Este es el mejor consuelo que me guardo en la manga. Pero tengo muchas ganas de vivir. Siempre las he tenido, salvo en los momentos en que he acariciado la idea del suicidio. Me ocurrió a los diecinueve años, otra vez a los veintiséis con muchas fuerza, y otra más a los cuarenta. Ahora, sin embargo, tengo ganas de vivir. Cuando se ha visto a alguien que se está muriendo, agarrarse con todas sus fuerzas a la vida, se comprende esto.
Lo más extraordinario que me ha ocurrido en mi vida es sostener la mano de este ser en mi mano, notar su pulso, notar que late más despacio, notar otro latido más lento aún, y se acabó. Es tan increíble. Cuando todavía retienes su mano entre las tuyas, entra el enfermero con la etiqueta numerada para el cadáver. La enfermera le vuelve a echar, diciendo: «Vuelva un poco más tarde». En seguida te vuelves a enfrentar a la vida. Uno se levanta sin hacer ruido, recoge las cosas; entre tanto vuelve ya el enfermero y pone la etiqueta numerada en el dedo gordo del pie del cadáver. Acabas de vaciar el cajoncito de la mesita de noche, y la enfermera dice: «También tiene que llevarse el yogurt». Fuera croan los cuervos. Como en una obra de teatro.
Entonces aparece la mala conciencia. Los muertos le dejan a uno con un inmenso sentimiento de culpa.
Me siento incapaz de volver a los sitios donde estuve con ella, donde escribí mis libros. Yo he escrito todos mis libros en lugares diferentes: en Viena, en Bruselas, en cualquier lugar de Yugoslavia, en Polonia. En sentido estricto, tampoco he tenido nunca mesa de escribir. Si se me daba escribir, me daba lo mismo donde lo hacía. Incluso he escrito sumido en el máximo ruido. Nada me molestaba. Ni el ruido de una grúa, ni los gritos de la multitud, ni los chirridos de un tranvía, ni una lavandería o un matadero debajo de mi piso. Siempre me ha gustado trabajar en países donde no entiendo el idioma. Es un estímulo increíble.
Sentirme perfectamente en mi casa en medio de la extrañeza más absoluta. Para mí lo ideal era alojarnos en un hotel; y mientras mi amiga paseaba durante horas, yo podía trabajar. A menudo, sólo nos veíamos durante las comidas. Verme dispuesto a trabajar la llenaba de felicidad. Nos quedábamos con frecuencia cinco meses, o más, en un país. Eran los momentos culminantes. Muchas veces, cuando se escribe, se tiene una sensación maravillosamente bella. Si además se puede compartir con alguien que sabe apreciarla y que sabe dejarle a uno en paz, es perfecto. Nunca he tenido mejor crítico que ella. Nada que ver con las tonterías de la crítica oficial que no profundiza. Esta mujer sacaba siempre una crítica fuerte, positiva, que me era útil. Ella me conocía a fondo. Con todos mis errores. Lo echo de menos.
Me sigue gustando estar en nuestra vivienda de Viena. Allí me encuentro protegido, probablemente porque vivimos allí muchos años juntos. Es el único nido que queda de toda nuestra vida en común. El cementerio tampoco está lejos.
Es una gran ventaja haber vivido esto una vez en la vida. Las cosas después ya no te afectan. Dejas de interesarse por el éxito o por el fracaso, por el teatro o por los directores, por los redactores o por los críticos. En realidad a uno ya no le importa nada. Lo único, es tener todavía dinero en el banco para poder seguir viviendo. Por lo demás mi ambición ya no era lo que había sido, pero con su muerte también se acabó. Nada te conmueve. Sigues disfrutando con los filósofos antiguos, con algunos aforismos. Es parecido a refugiarse en la música: durante unas pocas horas se puede llegar a tener un excelente humor. Todavía tengo algunos planes: antes tenía cuatro o cinco, ahora sólo me quedan dos o tres. Pero no son imprescindibles. Ni yo, ni el mundo los estamos reclamando. Si tengo ganas todavía haré algo, si no las tengo, o me faltan las fuerzas, pues se acabó. Qué más da lo que yo escriba; en resumidas cuentas siempre son catástrofes. Esto es lo deprimente del destino del escritor: nunca consigues trasladar al folio lo que has pensado o imaginado; la mayoría se pierde durante el traslado. Lo que llegas a plasmar no es más que un pálido y ridículo reflejo de lo que habías imaginado. Esto es lo que más deprime a un autor como yo. En el fondo no puedes comunicarte. Todavía no lo ha conseguido nadie. En alemán mucho menos; es una lengua envarada y torpe, en el fondo horrible. Es una lengua espantosa que mata todo lo que es ligero y maravilloso. Lo único que se puede hacer, es sublimarla con el ritmo, confiriéndole musicalidad. Lo que escribo nunca corresponde a lo que he imaginado. Los libros deprimen menos, porque uno se imagina que el lector pone más fantasía y a lo mejor consigue que el texto cobre vida. En cambio en el escenario, en el teatro, lo único que se levanta es el telón. Sólo quedan los actores que, durante meses y meses, han sufrido hasta la noche del estreno. Ellos deberían representar a los personajes que uno ha imaginado. Pero no lo consiguen. Estos personajes que en mi mente todo lo podían, de repente se componen de carne, huesos y agua. Son torpes. Yo había concebido la obra como algo grandioso, poético; pero los actores no son más que unos intérpretes profesionales, unos traductores. Una traducción poco tiene que ver con el original. Por la misma regla de tres, la representación de una obra en el escenario, poco tiene que ver con lo que pasó por la cabeza del autor. Las tablas, que, dicen, son una representación del mundo, para mí, sólo han sido eso, tablas; unas tablas que me lo han detrozado todo. El teatro todo lo pisotea. Siempre es una catástrofe.

-Sin embargo usted sigue escribiendo, tanto libros como obras dramáticas. ¿De catástrofe en catástrofe?
-Sí.

viernes, 19 de junio de 2009

PER SECULA SECULORUM.

El poeta Miguel Torga anotó en su diario, en Coimbra, el 14 de noviembre de 1985:
"Hay algo que no podré perdonarles nunca a los políticos: que dejen sistemáticamente sin argumentos a mi esperanza."

LA CULTURA, ESE INVENTO DEL GOBIERNO.

"El Gobierno socialista, tal vez por una obsesión mecánica y cegata de diferenciarse lo más posible de los nazis, parece haber adoptado la política cultural que, en la rudeza de su ineptitud, se le antoja la más opuesta a la definida por la célebre frase de Goebbels. En efecto, si éste dijo aquello de "Cada vez que oigo la palabra cultura amartillo la pistola", los socialistas actúan como si dijeran: "En cuanto oigo la palabra cultura extiendo un cheque en blanco al portador". Humanamente huelga decir que es preferible la actitud del Gobierno socialista, pero culturalmente no sé qué es peor.Aún agrava las cosas el hecho de que tales criterios se los imiten todos: la oposición, los Gobiernos autonómicos, las cajas de ahorro, los organismos paraestatales, etcétera. Confieso que tal vez esté yo esta mañana un poco fuera de mí para escribir con la serenidad debida, pero es que acabo de recibir la gota que colma el vaso: es una carta cuyo infeliz autor va a sufrir por mi parte la injusticia de pagar por todos, ya que, como botón de muestra de la miseria a la que me refiero, considero apropiado transcribirla. Es del jefe de un organismo paraestatal (y no sé si hago bien callando nombres), que sin conocerme de nada me tutea, y dice así: "Querido amigo: / Te escribo para invitarte a participar con un texto tuyo, (sic por la coma) en un catálogo de una exposición que deseamos sea un tanto distinta. Se trata de una muestra de pintores actuales, que en lugar de pintar lienzos lo harán sobre abanicos. Sin embargo, no es una exposición de "abanicos" (sic por las comillas), sino que el soporte no será un lienzo. Por tanto, los abanicos son de gran tamaño, y los pintores tienen libertad absoluta para pintarlos, romperlos, jugar y lo que se les ocurra. / Estos soportes los hemos conseguido de China, Japón, y algunos más pequeños, Valencia. / Para el catálogo, nos gustaría que nos mandaras si aceptas, (he renunciado ya antes a seguir poniendo sic) un texto de dos-tres folios, que se ha acordado retribuir con 50.000 pesetas. Hemos invitado a los principales prosistas y poetas, cuya aportación creemos que podría ser muy interesante, y entre los que encontrarás a muchos amigos. Nos gustaría tener el texto a principios del mes de febrero. / Siguiendo nuestra costumbre, queremos subrayar especialmente el acto inaugural, y esperamos que la presentación de la muestra, a principios de mayo, tenga un aire festivo y refrescante. / Un abrazo, NN".
Fíjense no más: si yo, que conozco a poca gente, habría de encontrar "muchos amigos" entre esos "principales prosistas y poetas" y todos ellos van a salir a 10.000 duros por barba, ¿cuánto no va a costar sólo el catálogo de tan descomunal parida? Añádanse a ello las probablemente superiores cantidades que van a cobrar los artistas por hacer el gilipollas con los soportes -embadurnándolos, rompiéndolos o jugando con ellos con absoluta libertad, como prevé el proyecto-, los costos de impresión del catálogo -a todo color, supongo-, gastos de organización, programación, franqueo, propaganda y qué sé yo qué más, precio de los soportes, con sus fletes e impuestos aduaneros nada menos que desde China y Japón, y, por fin, despilfarro de canapés y de borracherías para "el acto inaugural", que el ente en cuestión se complace en asegurar que, "siguiendo su (nuestra) costumbre, quiere (queremos) subrayar especialmente", y se tendrá a cuánto asciende la factura de la "festiva", "refrescante", indecente y repugnante monada cultural.

El autor de la carta se aprovecha de que los llamados intelectuales, teniendo precisamente por gaje del oficio el de no respetar nada ni nadie, no pueden sentir respeto alguno hacia sí mismos ni, por tanto, se van a dar jamás por insultados al verse destinatarios de una carta así, como se darían, en cambio, los miembros de cualquier otro gremio. No es esa, por consiguiente, la cuestión, sino la del insulto que el hábito generalizado de tales despilfarros es para el presupuesto y el contribuyente, así como el mal ejemplo y la degeneración que para cualquier idea de cultura supone la proliferación de mamarrachadas semejantes, de las que el actual Ministerio de Cultura -precedido tal vez por algunos ayuntamientos socialistas- es el primer y más entusiástico adalid. Pero, aunque los intelectuales estén excluidos del derecho a sentirse insultados por nada ni por nadie, sí pueden dolerse íntimamente por la constatación de su propia nulidad, y nada se la confirma tan palmariamente como la incondicionalidad ante la firma que caracteriza los actuales usos del tráfico cultural. Cuántas veces, en los últimos tiempos, he tenido que soportar que me dijeran: "Nada, dos o tres folios sobre cualquier cosa, lo que tú quieras, lo que se te ocurra... ¡Vamos, no me dirás que si tú te pones a la máquina ... !" Nadie te pide nunca nada específico, un desarrollo de algo particular que considere que has acertado a señalar en algún texto y, sobre todo, nadie te exige que lo que le envíes sea interesante y atinado; y así ves perfectamente reducido a cero cuanto antes hayas pensado y puesto por escrito y cuanto en adelante puedas pensar y escribir, para que solamente quede en pie la cruda y desnuda cotización pública de tu firma, sin que la más impresentable de las idioteces pueda menoscabar esa cotización; claramente percibes cómo, sea lo que fuere lo que pongas encima de tu firma, equivale absolutamente a nada.

Nunca nadie recurre a los llamados intelectuales tomándolos en serio, como sólo demostraría el que los reclamase, no para pasear sus meros nombres remuneradamente, sino para pedirles alguna prestación anónima y gratuita (¡y qué Gobierno podría haber soñado una mejor disposición hacia el colaboracionismo como el que este de ahora tenía ante sí en octubre de 1982!). Mas no se quiere, no se necesita su posible utilidad valga lo que valiere -ésta, acaso, hasta estorba-, sino la decorativa nulidad de sus famas y sus firmas. Es como para sospechar si no habrá alguna especie de instinto subliminal que incita a reducir a los intelectuales a la condición de borrachines de cóctel, borrachines honoríficos de consumición pagada, para dar lustre a los actos con el hueco sonido de sus nombres, a fin de que se cumpla enteramente la clarividente profecía del chotis: "En Chicote un agasajo postinero / con la crema de la intelectualidad". Tal confusión de lo espiritual con lo espirituoso hace que una auditoría realmente expresiva de la actual concepción de la cultura no sería cometido de un contable que detallase en pesetas los distintos capítulos del despilfarro cultural, sino más bien oficio de un hidráulico que midiese en hectolitros el aforo de los ríos de alcohol suministrado. Aunque a veces ni siquiera parece necesaria la asistencia fisica, sino que basta con que el nombre aparezca en el programa. Un intelectual orgánico de la Menéndez Pelayo, que tenía a su cargo un seminario sobre tauromaquia en Sevilla, se pasó un par de meses poniéndome conferencias (lo menos puso cinco) para que asistiese, y por mucho que yo le contestase que no sólo no pensaba ir, sino que además veía muy mal que la Meriéndez Pelayo no hallase cuestión más grave en que gastarse los dineros públicos (me imaginaba yo un etílico aquelarre aflamencado sobre las consabidas falacias y chorradas de lo lúdico, lo mítico, lo telúrico, lo vernáculo, lo carismático, lo ritual, lo ancestral, lo ceremonial, lo sacrificial y lo funeral... ¡¡¡bastaaa!!!), seguía insistiendo con una actitud incluso de desprecio personal -pues éste sí era conocido mío-, al ignorar por completo mi explícito rechazo, como si no lo oyese, repitiéndome: "Sí, hombre, si tú vendrás; ya verás como vienes y te gusta", hasta que al fin, quieras que no, pese a mi negativa y a mi ausencia, terminó por poner mi nombre en el programa, pues, por lo visto, era el nombre lo único que realmente importaba, su presencia y su permanencia en el prospecto impreso, como en una orla de honor de fin de carrera, ya que la única función real de los actos culturales es la de que hayan llegado a celebrarse, y el prospecto es su testimonio perdurable.

Si en el origen de la pasión por los actos, culturales o no, de este afán que podríamos llamar actomanía está la motivación interna del meritoriaje burocrático -puesto que el número y el brillo de los actos celebrados es siempre un tanto de valor visible y sólido en la columna del haber para el currículo de cualquier burócrata-, aún agrava el fenómeno la influencia, a mi entender palmaria, del espíritu de la publicidad. Y a esa influencia se halla especialmente expuesto todo lo que llamamos cultural. No hay más que ver lo llanamente que se aviene a aceptdr una palabra congénitamente publicitaria como promoción: se habla de "actos patrióticos", pero suena chocante "promoción patriótica"; en cambio, corre como sobre ruedas "promoción cultural". Ya en la incondicionalidad ante la firma, que arriba he señalado, puede advertirse cómo los usos culturales imperantes imitan el sistema de valores de la publicidad, para la cual un Nombre es siempre un Nombre, como para los anunciantes de champaña catalán Gene Kelly, aunque salga embalsamado en salmuera de polvos de talco a dar dos o tres pasos de baile de semiparalítico (homologables a los dos o tres folios "sobre cualquier cosa" que se les piden a las firmas consagradas), será siempre incondicionalmente Geneee... ¡¡¡Kelly!!!, del que se sabe que no cobra precisamente cuatro reales por decir "kahrtah nevahdah".

En cuanto a la actomanía, ha llegado, en lo cultural, a impregnarse hasta tal punto del espíritu de la publicidad, que hasta llega a adoptar las formas económicas de la gestión publicitaria: en unos festejos culturales de Navarra, en los que tomé parte este verano, descubrí, para mi estupefacción, que el entero tinglado de los actos, financiados por el Gobierno de Navarra y la institución Príncipe de Viana, había sido completamente encomendado a la gestión de una agencia profesional especializada en montajes culturales. La promoción cultural ya tiene, pues, ella también, agencias, como la promoción publicitaria. La extensión del ejemplo del actual Ministerio de Cultura -especialmente por lo que se refiere a la universidad de verano Menéndez Pelayo, su más deslumbrante y escaparatero "peer en botija para que retumbe"-, envidiado e imitado por los departamentos homólogos de los Gobiernos autonómicos, los municipios, los entes paraestatales, bancos, cajas de ahorro o cualesquiera otras instituciones que tengan presupuesto cultural, se dirige resueltamente a un horizonte en el que la cultura, y con ella su misma concepción y su sentido mismo, se vea totalmente sustituida por su propia campaña de promoción publicitaria. La cultura quedará cada vez más exclusivamente concentrada en la pura celebración del acto cultural, o sea, identificada con su estricta presentación propagandística, tal como con paladina ingenuidad declara expresamente el autor de la carta transcrita al comienzo de este artículo: "Siguiendo nuestra costumbre, queremos subrayar especialmente el acto inaugural".

La misma degenerativa y reductora concepción de la cultura está detrás del sonrojante eslogan La cultura es una fiesta, que ha hecho tanta fortuna, y al que Santiago Roldán, rector de la Menéndez Pelayo es, por lo visto, un adicto cordial y convencido. El prestigio de la fiesta y de lo festivo parece haberse vuelto hoy tan intocable, tan tabú, como el prestigio de el pueblo y lo popular. No se diría sino que una férrea ley del silencio prohíbe tratar de desvelar el lado negro, oscurantista, de las fiestas, lo que hay en ellas de represivo pacto inmemorial entre la desesperación y el conformismo, y que, a mi entender, podría dar razón del hecho de que en el síndrome festivo aparezca justamente la compulsión de la destrucción de bienes o el simple despilfarro. Si esta suposición es acertada, dejo al lector la opción de proseguir la reflexión sobre lo que, para el contenido interno del asunto, podría significar y aparejar esa total identificación entre cultura y fiesta; yo, por mi parte, seguiré aquí ciñéndome al aspecto más externo.
Así, por si no bastaba el mimetismo con la mentalidad publicitaria de las grandes marcas para hacer que en esta Cena de Trimalción de la cultura socialista el mero gasto en sí mismo y por sí mismo resulte ya, sin más, convalidado como atributo cierto del decoro y hasta ingrediente de la calidad, viene a sumársele en igual sentido, mediante la homologación de la cultura como fiesta, la compulsión hacia el despilfarro sin residuo, cimentada tal vez en los más torvos y oprimentes lastres del sospechoso espíritu festivo. Otro factor que, como un casi inevitable acompañante natural, suele traer consigo tal propensión festiva y hasta festivalera de las actividades culturales, es el del imperativo de popularidad de, la cultura. Félix de Azúa, en un espléndido artículo (La política cultural `socialvergente', EL PAÍS, 17 de febrero de 1984), referido al ambiente catalán, señalaba la práctica identidad de directrices entre la política cultural de Convergència i Unió y la del Partido Socialista de Cataluña. Entresaco unas frases del artículo: "La política cultural de los socialistas catalanes tiende a un populismo de la peor especie idealista. Se trata, según dicen, de 'eliminar el elitismo' (...) o de 'promover el arte popular'. Caminan ciegamente en dirección a Max Caliner y la política cultural de Convergencia. (... ) Hay en este planteamiento un par de equívocos. El primero y superior es el del término lo popular. ¿Qué pueblo? ( ...) El segundo equivoco es el de la neutralidad y el miedo al dirigismo cultural. Se trata de un puro engaño. Dirigismo cultural lo hay siempre que existe financiación. Pero la izquierda trata de disimular la mala conciencia con el cuento de la cultura popular. Promover un cine de halago a las zonas más brutales y acéfalas de la sociedad (como Locos, locos carrozas) o financiar espectáculos que rozan lo patológico (como la práctica totalidad del teatro que se exhibe en Barcelona), con la excusa de que son populares, oculta la impotencia de los funcionarios para poner en pie una producción inteligente. Tratan de evitar críticas de la izquierda mediante el fantasmón del pueblo o de la tradición popular catalana, mientras ofrecen cifras de asistencia ( ... ), cifras que podrían multiplicarse por diez si se decidieran a financiar una ejecución pública, el espectáculo más popular de todos los tiempos". (Hasta aquí, Félix de Azúa.)

Sintetizando, en fin, con un ejemplo: puesto que, por una parte, la cultura es una fiesta, y las fiestas están obligadas a ser caras, una escenografía teatral barata, como lo es la cámara de cortinas, hallará resistencias entre los promotores, por el temor típicamente hortera de que el espectáculo pueda ser tachado de pobretonería o hasta indecencia; y puesto que, por otra parte, la cultura no ha de ser elitista, sino popular, de nuevo el uso de la cámara de cortinas se verá rechazado por el grave defecto de su carácter elitista. De modo, pues, que la cámara de cortinas -el más espléndido invento formal de la antigua vanguardia-, por el doblado achaque de no ser ni popular ni cara, sino, por el contrario, barata y elitista, se verá repudiada por los actuales promotores culturales, como algo doblemente indeseable, constituyéndose incluso en paradigma de lo que según ellos no hay que hacer.

Pero estos gobernantes socialistas, que a veces gustan de proclamarse machadianos, o no han frecuentado mucho el aula de Mairena, o ya ni lo recuerdan. Cuando Mairena expuso su proyecto ideal de centro de enseñanza, contraponía claramente una posible Escuela Superior de Sabiduría Popular, como lo rechazable, frente a una posible Escuela Popular de Sabiduría Superior, como lo deseable. Así que lo que Mairena propugnaba podría, muy ajustadamente, designarse como elitismo barato, en el que, por afectar la baratura tan sólo a la actividad de la enseñanza, no al saber enseñado, la tal escuela podía permitirse concebir la aspiración de llegar algún día a hacer mayoritario ese saber. La política cultural de este Gobierno hace lo exactamente inverso al elitismo barato de Mairena: un populismo caro; mejor dicho, carísirno, ruinoso. Aunque, eso sí, "festivo y refrescante", sobre todo si en el concepto de refrescos entran también los vinos y licores."

Rafael Sánchez Ferlosio, El País, 22 de noviembre de 1984.

sábado, 13 de junio de 2009

EL SUICIDIO DE CESARE PAVESE.

"Pavese y Gombrowicz -¡que sólo se llevaban cinco años!- fueron dos extraordinarios diariastas. En 1939 el polaco llegó a Argentina, tenía 36 años: «Nací en una familia un pelín superior a la nobleza. Me rodeó la delicadeza refinada, el epicureísmo, el sibaritismo y la pereza... En Buenos Aires vivía en un tugurio repleto de vagabundos... ¡Con qué pasión me sumergí en la inferioridad! De pronto me sentí joven física y moralmente. Gracias al gusto que paradójicamente me entró por lo decrépito atravesé victoriosamente la miseria». Pavese (cinco años más joven que Gombrowicz) también se adaptó a las circunstancias y reconoció: «A mi hermano le escribo cartas sarcástico paternalistas que hacen vomitar; a mis compañeros "de vuelta de todo" cartas ingenuo-lo-sé-todo lamentables; a las mujeres ciénagas de poesía decadente; a ti cartas místico-trágicas que me van al pelo y a Monti kilómetros folclóricos de vida activa... Y todo de buena fe». Pero Pavese, durante sus forzosos años de destierro en este mundo, trató de alcanzar «el arte de hacerse amar» y cuando comprendió que no lo conseguiría se dio jaque mate. Su obra..."

Fernando Arrabal, El Mundo, 31 de octubre de 1999.

viernes, 5 de junio de 2009

SUEÑOS.

"Nuestros sueños no sólo están vinculados entre sí en cuanto “nuestros”, sino que forman también un continuo, pertenecen a un mundo unitario, lo mismo, por ejemplo, que todos los relatos de Kafka transcurren en “lo mismo”. Pero cuanto más estrechamente conectados entre sí están los sueños o se repiten, tanto más grande es el peligro de que ya no podamos distinguirlos de la realidad".

T. W. Adorno.

lunes, 1 de junio de 2009

APÓLOGOS Y MILESIOS.

"Convenientemente interrogado, tras una pausa o recuperación, declara que, además de haber compuesto jerigonzas como ¿Por qué, dime, se marchitan las rosas, cuando tu teléfono no contesta?, Si te alejas se me llagan las manos y Cosecha de corazones, ha pretendido su máxima difusión, movido por apetencia dineraria, ansias de notoriedad y (con un cinismo, que esta Autoridad cree su deber subrayar) por íntima complacencia. Añade, sin coacción alguna, que no sólo ambiciona llevar sus composiciones a labios de la juventud, sino que, a mayor abundamiento, aspira a que sean silbadas por la madurez reprimida, damas insatisfechas y burócratas, terminando, una vez más, por solicitar la presencia de un abogado. Desmiente haberse lucrado con la exhibición de sus manos llagadas, rubricando, sin embargo, las fatigas a que ha de someter a su mente y a sus neuronas hasta descubrir que se han resecado las rosas en el florero a causa de no conseguir línea con su expresada barragana. Acorralado por la evidencia, al hecho incontrovertible de su anómala correspondencia con el mundo físico, astronómico, botánico y anatómico, exclamando que no le importaría, con tal de presenciarla, una explosión cósmica, que le borrase la faz al universo. "

Juan García Hortelano (1928-1992)