Pese a su diseño de esnob a la inglesa, alto, de hueso estrecho, cuello largo y el vientre de lavabo, en su juventud fue proclive al madrileñismo castizo e incluso actuó de banderillero en una plaza de carros. En compañía de su amigo Martín Santos, que no le iba a la zaga en la inteligencia agresiva de joven superdotado, paseó su figura con aire displicente por la cota de la calle Barquillo y se reflejó en los escaparates galdosianos poblados de bragueros, suspensorios y piernas ortopédicas, pensiones de viajeros y estables, tascas aceitosas y prostíbulos donde a media mañana, mientras las pupilas aún dormían, se podía jugar al parchís con una matrona coronada de bigudíes, bata de felpa y rímel corrido, pero sumamente amorosa, una afición que compartía con la absoluta pureza de la clase de física matemática en la academia de Gallego Díaz.
Juan Benet iba a ser ingeniero de Caminos; Martín Santos era médico y hacía el doctorado en psiquiatría. Los dos llevaban ya la literatura sumergida, alimentada con lecturas voraces de los autores más consistentes, una vocación que mantenían en secreto para evitar el ridículo. En ambos casos su erudición establecía unas justas en los veladores del café Gijón y entre el grupo de amigos cada uno tenía ya sus partidarios. ¿Cuál de estos dos intelectuales soltaba la frase más inteligente, la ironía más acerada, el desprecio más cáustico, la novedad más imprevista, la cita más hermética? Después de hablar hasta la extenuación de Heidegger, de Conrad, de Jaspers, de Joyce, de Ortega o de Proust, los dos en comandita se iban de putas. Sabían que un día romperían a escribir y en este sentido se vigilaban mutuamente como corredores antes de sonar el disparo de salida. Se habían conocido por amigos comunes en las reuniones literario-filosóficas de Gambrinus o tal vez en la tertulia de Baroja en la calle de Alarcón. Eran complementarios.
Martín Santos parecía más brillante, más bebedor, más prostibulario; era un socialista muy politizado, nacido en Larache, hijo de un general vencedor, afincado luego en San Sebastián donde tenía su consulta de psiquiatría. Benet había nacido en Madrid donde su padre fue fusilado por el bando republicano al iniciarse la guerra. La familia se trasladó a San Sebastián y volvió a Madrid al final de la contienda. Ahora andaba con su cerebro cubierto con un casco de ingeniero por Ponferrada, Oviedo, el Pirineo, levantando presas, sumergiendo pueblos en los pantanos. Uno entre locos, otro entre cemento armado.
Juan Benet había comenzado a publicar desde muy abajo. Su primer libro de relatos, Nunca llegarás a nada, pagado a sus expensas, lo sacó el editor anarquista valenciano Giner, en 1961, en un catálogo donde figuraba en segundo lugar después de un manual para utilizar olla exprés. Pero, de pronto, Martín Santos le ganó por la mano. Mientras en su consulta atendía a gente más o menos desequilibrada, escribía de forma compulsiva, casi clandestina, una novela que le daría súbitamente la fama. Con Tiempo de silencio, publicada por Seix Barral en 1962, Martín Santos metió a Joyce como un disolvente en el realismo social del momento y ese espejo literario que reflejaba el ala de mosca del franquismo se quebró en mil vidrios y cada fragmento era un guiño que deslumbró a críticos y lectores progresistas. El éxito de Martín Santos pilló a contrapié a su amigo Benet. Se daba por supuesto que era el ingeniero y no el psiquiatra el que iba ser escritor. Benet no supo evitar los celos, aunque los remedió mediante una crítica sumamente acerada e inteligente de la novela, pero la competencia no pudo ir más allá porque Martín Santos murió poco después en un accidente de coche en Vitoria y su carrera literaria quedó truncada a mitad de la gloria, que se acrecentó cada día impulsada por su desaparición. Parecía que la historia de la novela contemporánea española la dividía una línea que atravesaba la tripa de estos dos caballos.
En Tiempo de silencio quedó reflejada la figura de Benet en el personaje de Matías. Fue otro factor de desencuentro. Benet se sintió en cierta forma traicionado por su amigo. Ese Matías era un contrapunto del propio Martín Santos y no estaba a la altura del concepto que Benet tenía de sí mismo. El humor de ese personaje, sus aventuras nocturnas eran más bien rudimentarias, sus golferías tampoco tenían demasiada gracia y en los debates de la inteligencia en las noches de vino largo siempre salía derrotado por el protagonista, cosa que no sucedía en la vida real. Benet se vio como un actor de reparto en esta historia.
Puede que el impulso de quemarse las alas de Ícaro contra el sol lo tomó Benet como una reacción a la herida que le infirió en su orgullo literario Martín Santos y una vez puesto a derrumbar falsas empalizadas cargó no sólo contra el costumbrismo y el realismo social sino también contra la moda del pensamiento interior con todos los grumos del subconsciente, que su amigo había introducido en la novela que le había dado fama, bebido directamente de Joyce.
Con tal de alejarse de los portales con olor a berza, del tremendismo ibérico y del casticismo el médico psiquiatra se había ido a Dublín y el ingeniero se largó a Misisipi y cada uno en ese lugar se puso al servicio de su amo. Los fantasmas de Joyce y de Faulkner comenzaron a pasearse por Madrid. Había que escribir de otra forma. La realidad tenía voces superpuestas, facetas poliédricas que al girar arrojaban luces contradictorias del tiempo distorsionado y había que expresarlas a través de periodos y párrafos llenos de oraciones derivadas hasta dejar al lector sin respiración, metido en un laberinto antes de llegar a la sustancia de las cosas.
Al final de este combate entre dos amigos Martín Santos ha quedado con el prestigio de un talento truncado por la muerte, con aires de leyenda. La novela Tiempo de silencio es una referencia en la literatura contemporánea, pero no deja de ser un reflejo paródico de un Joyce de segunda mano amasado con un costumbrismo madrileño. En cambio, a Juan Benet lo ha salvado, más allá de su obra, su actitud de enfrentarse a contradiós, con una irritante displicencia, a toda la garbanzada ibérica. Se ha cumplido el veredicto de Albert Camus: es un escritor con discípulos y comentaristas, sin lectores. A cualquier lugar donde uno vaya encontrará a un benetiano de guardia que se cree su representante en la tierra. Benet sabía innumerables cosas inútiles. Aplicó a la literatura la alta disciplina matemática, pero al final le esperaba una maldición. Su libro más leído, una verdadera joya literaria, es una obra costumbrista, Otoño en Madrid hacia 1950, que expresa el tiempo en que Benet paseaba su talento displicente por el mundo galdosiano, tan odiado."
El País, 30 de mayo de 2009.
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