La mujer estaba desnuda.
Llegó un hombre,
descendió a su sexo.
Desde allí la llamaba a voces cóncavas,
a empozados lamentos.
Pero ella
no podía bajar
y asomada a los bordes sollozaba.
Después, la voz, más tenue
cada día,
ya se iba perdiendo en remotos vellones.
La mujer sollozaba.
Tendió grandes pañuelos
en las lámparas rotas.
Vino la noche.
Y la mujer abrió de par en par
sus inexhaustas puertas.
José Ángel Valente (1929-2000)
lunes, 2 de agosto de 2010
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