sábado, 5 de octubre de 2013

GABRIEL FERRATER.

Carl Friedrich V. Weizsäcker era profesor de filosofía en la universidad de Hamburgo (habiendo sido durante el nazismo uno de los padres de la bomba atómica) pero ese otoño de 1963, en la iglesia de San Lorenzo de Frankfurt, le otorgaron el Premio de la Paz de los libreros, dentro de los actos de la Feria Internacional del Libro. Entre los asistentes a tan prestigiada feria se encontraba el enviado de un editor de Hamburgo (Heinrich Ledig Rowohlt), un cuarentón español de Reus llamado Gabriel Ferrater, adicto al beber como Rowohlt, pero además políglota, buen poeta y mejor crítico. También pululaba por los escenarios de la feria una joven y agraciada periodista nortamericana, Jill Jarrell, colaboradora de la agente literaria Carmen Balcells, catalana como Ferrater (esta, leridana afincada en Barcelona, y relacionada con Carlos Barral y el propio Ferrater desde la década anterior). Gabriel acababa de romper con Helena Valentí, con la que vivió unos meses en el barrio londinense de Kensington. Esta tenía trabajo estable como lectora en la universidad de Durham y llevaban un par de años de noviazgo, por lo cual él se buscó, ese mismo año 63, un empleo de traductor en Londres (en la editorial Weidenfeld&Nicholson) que no le duró demasiado, por lo que recordando al editor alemán no se lo pensó dos veces y fue a ver a Rowohlt en Hamburgo. Después, poco le importaba otra cosa que no fuera Jill, a la que deslumbró en la fiesta que dio en Frankfurt un aristócrata alemán y, antes que finalizase la feria del libro, ya estaba hablándola de matrimonio. Efectivamente se casaron por lo civil en Gibraltar (el 2 de septiembre de 1964) pero no tardó él en preterirla por culpa de sus tres grandes vicios irrenunciables: alcohol, tabaco y libros. Libros sobre todo para bebérselos como botellas de ginebra, aunque también para escribirlos desde 1958, año en el que la primavera le hizo poeta. También cabe contar entre sus aficiones obstinadas a las chicas, generalmente mucho más jóvenes que él. Dicha primavera del 58 le impulsaron a escribir poemas a Isabel Rocha (una prima de su amigo Carlos Barral que le dio calabazas por Jaime Salinas). Después de Isabel, pasa a enamorarse de la mencionada Helena, hija de su amigo Eduard Valentí. Pero ya estábamos en el después de Helena, con la rubia Jill Jarrell, que terminó abandonándole harta de sus tres vicios declarados, y de su incapacidad para ganarse la vida con un cierto desahogo económico. En 1969 se divorcian oficialmente y toma el relevo su ángel tutelar, Marta Pessarrodona, que lucha más que él mismo contra el alcohol, ya enemigo declarado y triunfante sobre el poeta suicida. Cuando las cosas empiezan a irle bien, gracias a la lingüística, su última pasión, y al halo misterioso de erudito rebelde y profesor en vaqueros que arroba a sus alumnas de la Autónoma, inexplicablemente todavía, la madrugada del 27 de abril de 1972, se toma somníferos de más y se ata al cuello una bolsa de basura, de esas de plástico, en la que ha metido la cabeza para acabar con todo. Dura es la soledad y por las noches es insufrible. Blanda es la falacia de cuerpos próximos, caricias y besos. Cuando la luna invade este vacío que hay a mi alrededor, caigo en la cuenta de porqué necesito tu presencia. No, no estaba Marta esa noche final. Le suponía en casa de una alumna y su marido a los que dio plantón, pues le esperaban a cenar. García Hortelano ya tenía avisado que aquellos “niños de retaguardia” tenían riesgos añadidos . Con la guerra incivil en las entrañas, y los continuos tiempos del estado de excepción que ya no pudo soportar después de haber respirado en libertad en sus salidas europeas, los Ferraté perdían su más glorioso vástago, y los que le conocían como Ferrater un amigo y animador de sus reuniones insustituible. Estos amigos que ahora cuentan que a Gabriel Ferrater le gustaba especialmente el escándalo y que aunque ligaba poco se encendía mucho, pues la suya era una sexualidad exacerbada, que pagaban las pobres meretrices a las que no pagaba. Yo no me creo que tuviese envidia de Jaime Gil ni de Carlos Barral porque la vida sí les sonreía bastante más, club informal y etílico, noctívago pero diligente al clarear los días, lejos del ático de Carlos e Ivonne (en San Elías, justo encima del pintor Tápies). Blas de Otero sin Sabina de la Cruz, Monique Lange, después mujer de Goytisolo, también noctihabitual de aquellas reuniones donde lo intelectual sobrepasaba las más altas cordilleras de la ingesta de alcohol. Si no era allí en lo alto, era en lo bajo (el sótano de Gil de Biedma) o el palacete de Salinas, el que le dio el no a Isabel, la primita de Barral, lo misma que ella se lo diera anteriormente a Ferrater. Las horas entre cóctel y cóctel literario las pasaba el alcohólico poeta devorando los libros de sus amigos, y los que llegaban a la editorial Six i Barral (en la que llegó a ser director literario). Pero entonces, pasadas las penurias exteriores, en su interior le estallaría la bomba del pasado aún sin explotar. Le había dicho poco antes a su compañera y último amor: “Marta, els llops ja m'encalcen els talons”. Y en su entierro su propia madre no podía hacerse idea del por qué: ““No sabeu com n'estava de malalt”.

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