sábado, 31 de mayo de 2008

ANTIAMERICANISMO.

Leer a nuestro mejor ensayista contemporáneo en lengua española, Rafael Sánchez Ferlosio, es siempre un placer intelectual, el mayor de los placeres al decir de sabios clásicos y modernos, sean éstos de obediencia aristotélica, epicúrea o milleana. Leo, pues, con gusto su artículo titulado «La belleza de la guerra», y me decido a componer este amistoso comentario, más con ánimo de mostrarle, o mejor renovarle, mi admiración y reconocimiento –valga la redundancia que con la intención de polemizar con él, o de señalar en el texto este o aquel aspecto en el que podamos disentir, o de reprocharle el énfasis que hace acá, mostrándole de esta forma y a las claras mi discrepancia, o de amonestarle por la conclusión a la que llega más allá, y con la que me temo no estar en condiciones de compartir, aunque le haya acompañado, como digo, con gran deleite a lo largo de su discurso, sin perder una palabra y sin haberme distraído en el trayecto –o al menos eso creo y espero–, porque es señal de sabiduría en la escritura, y Ferlosio la posee, el servirse de discretas maniobras de diversión para coger al lector, atraparlo en el encantamiento que oficia y no soltarlo hasta el final, allí donde uno se pone a pensar sobre lo que se le acaba de decir.
Sánchez Ferlosio escribe sobre la belleza de la guerra porque quiere mostrarnos su horror, y al leerle uno cree pensar que lo que sus palabras transmiten, muy bien –o sea, sin violencia– podría trasladarse a la reflexión sobre la belleza del lenguaje artístico, sobre el arte de la escritura, de la retórica. En un caso como en otro –también en el deporte–lo importante no consiste tanto en el hecho de ganar, de infringir una severa derrota al enemigo, al adversario o de convencer al lector –lo que supondría en todas las situaciones el llevar al otro al campo propio, el ganárselo y, por tanto, el dejarlo a la intemperie, en evidencia, al raso, desarmado, sin capacidad de respuesta cuanto en exhibir el placer de la condición de vencedor, de ser victorioso. Ciertamente, para ganar hay que meter un gol, como mínimo, de la misma manera que para pescar un salmón hay que mojarse el trasero –a veces, suele valer un simple empate, una retirada a tiempo o bautizarse los juanetes–, mas, según afirma el maestro Sánchez Ferlosio, la «estética que es propia de la guerra no mira a la belleza plástica, sino a la que podría designarse como "belleza funcional"». Es decir, no vale en la estética belicosa la concepción utilitaria ni el afán determinista, pues nada sería más miserable y caricaturesco, en el fondo antiestético, por lo que toca a estos terrenos que pisamos en nuestro examen –guerra, deporte, escritura–, que pretender justificar la violencia –la fuerza de las armas, de la calidad atlética y de la capacidad creadora– por medio de la excusa, a la sombra del estandarte, de querer «tener razón» ante el que está enfrente –el que está al otro lado de la trinchera, de la línea de medio campo o del papel impreso–.
Frente a la belleza plástica, la auténtica belleza funcional se pone de manifiesto, se juega su prestigio e imagen, o sea, su motivo, en el acto de la exhibición misma, en la actuación vigorosa de las «fuerzas armadas» que despliegan su poderío, no sólo el potencial o ante bellum sino también la potencia efectiva y triunfal tras la victoria o post bellum, lo mismo que en ese deportista que tensa los músculos y destapa su vigorosa anatomía –un cuerpo de miedo– o, no siendo menos, en ese escritor que descubre su gracia, su habilidad y su ingenio en el maravilloso ejercicio de dar forma –no necesariamente sentido– a una procesión de palabras, trazadas una después de la otra, lo que compone un cuerpo de texto elocuente y hermoso. Hay sin duda en todas estas artes una pasión por el juego, por el alarde simbólico, un impulso estético más que científico, un entusiasmo por el desfile, por la demostración, por la publicación, por el cortejo y el festejo.
Después de las primeras y soberbias brazadas de su artículo –las dos terceras partes del mismo–, por el que desfilan, con mayor o menor suerte, Panecio, Ortega, Veblen, Weber y Habermas, entre otros, Sánchez Ferlosio arriba a tierra americana, no para «descubrirla», hecho éste –o gesta ésta– que él siempre ha deplorado y acusado, sino para sacudir y abofetear a sus colonizadores y actuales moradores, esto es, a los americanos, los masters del Universo, esos guerreros incorregibles, esos ciudadanos ignorantes que no son capaces de localizar en el mapa geográfico la ciudad de... Valdemorillos (que cada país, comunidad autónoma, región o condado del planeta ponga el ejemplo que desee, porque sea como fuere se revelará la inopia y la rusticidad del americano que no sabe ¡dónde vivimos nosotros!), esos políticos corruptos (no como los europeos que somos gente de honra y abolengo) que dan plenos poderes a su presidente para hacer la guerra, porque no saben hacer otra cosa, caramba.
Estaremos o no de acuerdo con los hábitos y modales del escritor, con sus sacudidas intelectivas, compartiremos o no la obsesión antiamericana que le tiene tan en vilo y en vela, y que, de tan vulgar, bulliciosa y multitudinaria como suele manifestarse por doquier, de tan recurrente y coreada como se exhibe hasta la extenuación, uno está tentado a creer que debería empalagar a todo un modelo de la heterodoxia y del antigregarismo como es Sánchez Ferlosio, pero ¿cómo sería posible polemizar con un autor que tiene la modestia y la discreción mesurada de insinuar, a través de un mensaje de Max Weber, que no pretende tener razón cuando dice lo que dice?
Sánchez Ferlosio, sin ir más lejos, y también sin miramientos, arremete contra la fullera y falsaria ostentación norteamericana de «la guerra como último recurso», porque la verdad es –dice– que la arman a la menor ocasión (que esto sea cierto o no, no es algo que venga ahora a cuento, pues ¿quién tiene razón?), en lugar de hacer lo hay que hacer (que esto lo defienda o no, no está claro), es decir, utilizar todos los recursos diplomáticos antes de atacar, no importa a quién, pues, sea como sea y donde sea, unos irán y muchos no vendrán, sea a Irak o a Afganistán. Y ciertamente nuestro mejor ensayista contemporáneo en lengua española no queda deslucido en semejante faena. Pero, yo pregunto: ¿cuándo lo está? Pues, por lo que a mí respecta, seguro como estoy de su potente inteligencia y su agudo ingenio, no tengo la más mínima duda de que Sánchez Ferlosio tendría el mismo éxito retórico si tuviese que desmontar o afear el comportamiento norteamericano en cualquier otra situación o, como se dice ahora, concibiendo otro escenario, por ejemplo, que Estados Unidos de facto se dispusiese a atacar una vez completadas todas las posibilidades diplomáticas, habidas y por haber (sea esto lo que pueda significar, cueste lo que cueste y sea cuando sea).
Ese gran burlón que es Sánchez Ferlosio confiesa, finalmente, su regocijo ante la perspectiva, inminente a su parecer, de ver reír «a mandíbula batiente» al mundo entero en el momento que entienda la suprema gracia de esa ingenuidad insuperable que profieren los norteamericanos, o sea, este chiste monumental: «¿Por qué nos odian?» Con todo, no creo que tuviese ninguna dificultad en regocijarse asimismo, y acaso más, si la interrogación del yanqui fuese: «¿Por qué nos aman?» Pues bien, ¿cómo sería posible disputar con un autor de tan exuberante buen humor, tan juguetón, tan retozón, un modelo de retórico que se retuerce de risa con tan envidiable y endiablada facilidad?
Comoquiera que sea, para los maestros del lenguaje no importa la misión que se les encomiende, o simplemente que esbocen por iniciativa propia: siempre tendrán algo inteligente e ingenioso que decir. Y es que si en el amor como en la guerra, todo vale, por lo dicho y aquí glosado, en la estética de la guerra y en la de la escritura, lo esencial no es tener razón ni pretenderla, sino mostrar el arte de la persuasión, de la retórica, la cual, según afirmó Aristóteles, «parece que puede establecer teóricamente lo que es convincente en –por así decirlo– cualquier caso que se proponga» (Retórica, 1355b30).
Debe saberse, sin embargo, que hay otra manera de practicar el ensayo, aunque no sea con tanta autoridad como la mostrada por el maestro, como es el ejercitarlo con voluntad de conocimiento, no queriendo tener la razón, sino acaso buenas razones para defender la mejor razón entre las posibles. Hay magníficos ensayistas y filósofos que escriben, y se la juegan, pretendiendo no sólo deslumbrar sino también probar y convencer en un «género específico». Pero, bien está cada uno en su sitio y en su tarea, que tampoco es correcto enfrentar a discípulos con maestro, con nuestro mejor ensayista retórico, pues aquí sólo pretendemos ponerle como modelo de la retórica antiamericana.
Después del artículo que comentamos, Sánchez Ferlosio ha vuelto a escribir sobre el tema en sucesivas entregas. Al mes siguiente, sin ir más lejos, de verse publicado aquél, nos regaló uno más en el que afea y ridiculiza la doctrina norteamericana sobre la guerra preventiva, titulado «Las "guerras-por-si-acaso"», no menos ingenioso y corrosivo que el anterior. Pues bien, debo decir que desde hace poco tiempo, el líder actual del socialismo español no se cansa de repetir el soniquete, tomado prestado de Ferlosio, y dándoselas de paso de ocurrente y agudo, como si él fuese el autor de la lindeza, cuando todos sabemos que él se limita a decir lo que sus jefes y subordinados le dicen que diga.
Rafael Sánchez Ferlosio: ¡quién lo tuviera del lado de no importa qué causa, pero que fuese la causa de uno!

No hay comentarios: