lunes, 22 de diciembre de 2008

LOS SACRAMENTOS MEDIEVALES.

"Jesús ha prometido salvación a quien sea capaz de amarle de modo incondicional, y el Sermón de la Montaña identifica correctamente a ese tipo psicológico cuando empieza bendiciendo a «los pobres de espíritu, porque suyo es el Reino de los Cielos». Desde su perspectiva la lucidez mundana sólo puede engendrar angustia, mientras el simple —también llamado «niño» e «inocente»— será redimido al tiempo de las complejidades unidas al más acá y los tormentos del más allá. Infelices y crédulos se han entrelazado de modo armónico en la figura del pecador, que obra como no quisiera debido al conflicto entre su alma y su carne, y desde san Pablo los mejores cristianos se reconocen como grandes pecadores.

En algún momento de los siglos oscuros la Iglesia descubre un refugium peccatorum más específico, e introduce el rito originalmente maniqueo de una confesión periódica. Cualquier clérigo puede oír las culpas del fiel, prescribir que cumpla cierta penitencia y absolverle en nombre de Dios y la Iglesia. Si el confesado falleciera de seguido, sin tiempo material para pecar, dispone de una certitudo salvationis que le asegura ir al Cielo o en el peor de los casos al Purgatorio, nunca al Infierno. El rito ocurría en los comienzos una sola vez al año —el Jueves Santo—, pero evoluciona de acto público y colectivo a ceremonia privada e individual, y en 800 es ya un autoanálisis supervisado, que soslaya las posibles indiscreciones del confesor arbitrando para él un voto solemne de secreto.

Primero ha sido un acto obligatorio indirectamente —porque comulgar sin haber confesado podría ser sacrilegio— y luego pasa a serlo directamente, porque se prohíbe no confesar al menos una vez al año. Este desnudamiento íntimo anticipa técnicas freudianas cuando la medicina hipocrática ha sido desplazada por distintas magias, y todo el medievo abunda en personas que gritan «¡confesión, confesión!» cuando sienten algún peligro. Evidentemente, estos fieles «prestan más atención al castigo que al pecado», y del hallazgo que la Iglesia ha hecho al borrar lo primero por medio de una penitencia derivan «otras remisiones e intercambios, presididos por las indulgencias plenas y semiplenas otorgadas con bulas». En definitiva, «la meta no es tato reconciliarse con Dios Padre sino escapar del Dios justiciero».

Hace falta esperar a mediados del siglo xii para que cátaros y otros herejes acusen al clero de «vender el perdón de los pecados», y sólo desde John Wyclif —a finales del siglo xiv— el confesionario es visto como algo que se compadece del simple condenándolo a más simpleza, y a una negligencia apoyada sobre absoluciones mecánicas. Otorgar al clero ese instrumento de de rescate in extremis, dirá Lutero, sólo puede conducir a que las personas sean menos exigentes consigo mismas, y menos dignas del perdón divino. Pero dentro de la misma religión, y en el mismo marco territorial, ha de transcurrir casi medio milenio para que se consolide un cambio de criterio. Lógicamente, la fe que toma partido por el crédulo, y que propone salvarse amando todo salvo el «mundo», rodea de peligros adicionales la independencia y la búsqueda de conocimiento."
Antonio Escohotado.

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