"Robert Walser (Biel, Suiza, 1878-Herisau, 1956) aseguraba que debajo de un paraguas se sentía como en casa. Debajo de un paraguas, un escritor pierde cualquier rasgo de megalomanía. Walser detestaba la fantasía germánica de identificar al poeta con el genio. El verdadero poeta desprecia la gloria. Eso no significa que busque el fracaso. En sus paseos con Carl Seeling, Walser se compara con los campesinos. Su literatura sólo es una variación sobre la tarea milenaria de sembrar, segar, injertar y abonar. Walser intercambió palabras y silencios con Carl Seeling cuando ya había cumplido cincuenta años y su residencia era el sanatorio mental de Herisau, donde había ingresado voluntariamente. Walser era un gran paseante, pero no sentía ningún aprecio por viajar. Consideraba que el talento se desenvuelve mejor en un entorno pequeño, donde surge la posibilidad de apreciar la poesía de lo ínfimo e insignificante. Por eso, no se adaptaba al largo recorrido de una novela. Un crítico literario afirmó que Los hermanos Tanner sólo era una colección de notas. No es una mala forma de describir la obra de Walser.
Robert Walser pertenece al linaje de los artistas infortunados. Al igual que Van Gogh, nunca logró adaptarse a la servidumbre de un oficio y la responsabilidad de la vida familiar. Al igual que Hölderlin, perdió la razón, pero nunca se lamentó de sus años de reclusión en un hospital psiquiátrico. No era el molino donde Hölderlin pasó las últimas décadas de su vida, pero sí un buen lugar para un hombre sin grandes ambiciones materiales. Walser no escogió un destino trágico. No es un poeta maldito, pese a su notoria afición a la bebida. Simplemente, comprendió que “la dicha no es un buen material para el escritor”. La felicidad es autosuficiente, como un erizo, y no necesita expresarse. La desgracia es una mecha que produce una explosión interior. Walser se limitó a observar su propio dolor. Hostil a cualquier forma de énfasis, anotó los estragos que le devoraban hasta el extremo de apagar el impulso de escribir. Sin embargo, nos dejó un amplio legado de manuscritos inéditos. Sus “microgramas” son fogonazos de claridad, que nos enseñan a observar lo minúsculo e irrisorio. Una caligrafía diminuta, casi indescifrable, se concierta con una sensibilidad poética que desprecia las grandes revelaciones. No hay que descifrar los secretos. Un muro de hiedra tiene “un encanto indecible”. Si miramos lo que hay detrás, desaparecerá el misterio, lo incierto.
[...]
La locura de Walser no se parece a la de Nietzsche. La filosofía de Nietzsche es la de un verdugo. Walser no esconde su amor a las cosas y a sus semejantes. No es un escritor de grandes declaraciones, sino un observador tranquilo, un pensador que sólo confraterniza con la belleza cuando se le ofrece amistosamente. [...] Al leer el prodigioso “Extraña ciudad” de Walser, la ensoñación se confunde con la banalidad. Walser sólo necesita tres páginas para urdir una utopía. Habla de una ciudad que ya no precisa de poetas, pues sus habitantes poseen “una sensibilidad fina, fluida, alerta y brillante”. Nadie sabe cómo, pero todos se expresan de una forma delicada, profunda, armónica. Walser disipa enseguida la ilusión. Esa ciudad no existe. Sólo es real el paisaje de las afueras, un parque donde el sol del mediodía salpica de manchas la hierba y el rostro de los paseantes, pero ni siquiera eso es perdurable. La lluvia lo borra todo y no queda nada. Sólo es real el manicomio de Herisau. Para Jabès, sólo es real el desierto, “una ruptura salvadora en las proximidades mismas de la ciudad”. Walser y Jabès elaboran una poética donde el hombre vive como un Extranjero en un mundo que lo repudia.
Sólo hay espacio para comentar los cuentos más notables. “Kleist en Tun” recoge un pasaje de la vida de uno de los precursores del Romanticismo alemán, que acabaría suicidándose a orillas del lago Wansee, acompañado de su amante. Walser nos lo presenta urdiendo planes, escribiendo, planteándose el sentido de la literatura. Al igual que Walser, añora la vida sencilla del campesino. Es una nueva embestida contra el yo. En “Paganini. Variación”, surge otra vez la figura del artista que sólo logra la perfección formal al perder la conciencia de su propio existir. En “Teatro de gatos”, se interna en el enigmático mundo de los felinos, sin caer en la enseñanza ejemplarizante. Walser no es un moralista. Su escritura se conforma con captar el silencio mágico de un gato dormido o la semejanza entre los gemidos humanos y los maullidos de esas misteriosas criaturas que toleran la compañía del hombre.
En “Una mañana”, se acerca a Kafka -al que apenas leyó- describiendo el trabajo en un banco como una dolorosa experiencia de tedio y enajenación. Su forma de describir la sucursal recuerda la oficina interminable de El apartamento, pero sin intrigas para medrar. El protagonista del relato se conformaría con pasar la mañana en la montaña, pues no concibe nada más bello que la luz resbalando por una ladera arbolada.
En “Seis historias breves”, aparece la pasión por la música. Walser consideraba inaceptable que la música se convirtiera en un telón de fondo. La música no debe inmiscuirse en el silencio. El piano o el laúd no son instrumentos, sino seres vivos que nos escuchan. El poeta no se diferencia de ellos, pues sus palabras son el eco de nuestros lamentos y anhelos. Al hablar el poeta, hablamos nosotros. El poeta no es un yo, sino un nosotros.
Walser no conoció el éxito, pero según Hesse el mundo se justifica por su obra. Murió mientras paseaba. Su cadáver quedó tendido en mitad de la nieve. Es imposible rehuir la tentación de pensar que en el último momento pasó por su mente una de sus frases más emotivas: “Sin amor, el ser humano está perdido”. Probablemente no fue así."
Rafael Narbona, El Cultural, 14 de enero de 2011.
lunes, 17 de enero de 2011
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