jueves, 19 de febrero de 2009

RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO.

"Si a mí se me pidiese un nombre, uno solo, entre los aparecidos en la novela española de posguerra, con mayores posibilidades de supervivencia, es decir, con categoría suficiente para afrontar la inmortalidad literaria, yo daría, sin vacilar, el de Rafael Sánchez Ferlosio. Pero no es solamente ésta la razón por la que yo le otorgo la primacía de la promoción de "los niños de la guerra" -pese a su muy escasa obra-, sino porque su libro fundamental, El Jarama, se me antoja una síntesis perfecta de las cualidades de este grupo y porque, a su vez, El Jarama se ha erigido en patrón de no pocos narradores que han ido apareciendo con posterioridad; esto es, ha hecho escuela. (Ya veremos también cómo buena parte de la novela social-realista toma de este libro no la intención sino la técnica, ese descarnado objetivismo que tal vez nació como un experimento aislado antes que como un camino viable para la novela).

Basta conocer a Ferlosio para adivinar en él al hombre impar, el hombre diferente, para descubrir a través de su conversación una veta de genio y de ingenio que le individualiza; Ferlosio, en cualquier circunstancia, se mostrará indiferente a las seducciones del tópico y la uniformidad. Ferlosio será siempre Ferlosio, es decir, un hombre que haga lo que haga -vivir o escribir- lo hará siempre a su aire, desdeñando la rutina y las convenciones sociales. ¿Quiere decir esto que Rafael Sánchez Ferlosio es uno de los hombres que quedará en las letras españolas? He aquí, aunque otra cosa parezca, una difícil pregunta, con una sencilla respuesta: Ferlosio quedará si él se lo propone; si él decide un día seguir escribiendo. ¿Quiere usted decir que un hombre tan bien dotado, con unas cualidades excepcionales para el menester literario, puede abandonar espontáneamente la partida? Exactamente. Ferlosio no sólo puede abandonar la partida sino que de hecho, en punto a la novela, la tiene ya abandonada; esto es, desde que alcanzó el Premio Nadal a nuestros días, no creo que haya llenado una sola cuartilla con una intención puramente literaria. Tal posición ya da idea de la especial personalidad de este autor, que, como es sabido, linda con la literatura por todas partes: su padre es Rafael Sánchez Mazas, autor de La vida nueva de Pedrito Andía, y su mujer, Carmen Martín Gaite, digna novelista de la generación de "los niños de la guerra", también. Pero a estas alturas podría decirse que Ferlosio está hastiado de literatura. De momento, tras su resonante triunfo con El Jarama, Ferlosio se empecina en considerar la novela como un quehacer poco serio. De poco valen con él los argumentos de editores y amigos. Ferlosio no quiere saber nada; no quiere oír hablar de novela. La novela, sencillamente, le aburre. Es más, pese a tener compuestos dos hermosos relatos, uno sobre la venta de un potro en un ferial castellano y sobre el viaje a Madrid de un palurdo el otro, se niega terminantemente a editarlos. "Estas cosas -decía a José Vergés, su editor- son tonterías." Ferlosio es honesto consigo mismo; esto es, su determinación -definitiva o no, equivocada o no- no es el fruto de una pose, sino consecuencia lógica de su carácter. La literatura en esencia le parece un menester insulso, y él no quiere incurrir en él. Prefiere dedicar su tiempo a los estudios lingüísticos o al ensayo breve. Tengo entendido que Rafael Sánchez Ferlosio realiza desde hace tiempo trabajos de gramática y filología, trabajos que ignoro si algún día verán la luz, pero que, en cualquier caso, mostrarán la genialidad que portan dentro de sí todas las obras -incluidos los dibujos que realiza para entretenimiento de su hija- de este autor.

Después de todo, el verdadero talento, el auténtico genio, encubre casi inevitablemente excentricidades. De otro lado, la indolencia le viene de atrás (su padre, Rafael Sánchez Mazas, una de las mejores plumas de la generación de anteguerra, deja pasar lustros sin manifestarse). Ferlosio es inconstante y tornadizo y por ello es comprensible que lo que ayer le sedujo hoy le reviente. El tiempo nos dirá si su fobia hacia la novela es definitiva o si, tan espontáneamente como se fue, vuelve a ella. La narrativa española sería la primera en beneficiarse de este retorno.
Sea como quiera, la vida de Ferlosio marcha acorde con su postura ante el arte. Ferlosio aparenta solazarse buscando las vueltas a los convencionalismos. Si la gente duerme de noche, él duerme de día; si la gente se ajusta a un horario de trabajo, él trabaja en anárquico desorden; si la gente se encadena a una rutina de distracciones, tertulias, etcétera, él se distrae o charla cuando le da la gana. Ferlosio no se sujeta a la tiranía de una vida metódica. A veces desaparece de la circulación durante semanas. Otras se encierra en una habitación, solo, durante días. Al cabo, aparece, ojeroso, las barbas crecidas, pálido. Nadie sabe si estuvo trabajando -ni en qué- ni si estuvo durmiendo. Su mujer no muestra la menor extrañeza ante su conducta estrafalaria. Muchacha inteligente, se acomoda a estas extravagancias con toda naturalidad y le pone de comer. Él, no obstante, consciente de su carácter difícil, de sus eclipses domésticos sin aparente justificación, compadece a su esposa, de la que dice, en una de sus frases geniales, transida de un humorismo sombrío: "Carmen es como una viuda que tuviera el muerto en casa".
Decididamente, Rafael Sánchez Ferlosio, ni como hombre ni como escritor, es un ser vulgar.

Ahora bien, aparte de excentricidades, ¿qué veo yo en este autor para concederle tan amplio crédito? Lo diré en pocas palabras: en Ferlosio se da una mezcla de imaginación, observación y sentido del humor que no veo en ninguno de sus coetáneos. Con una, también rara, particularidad: estos ingredientes los manipula con tan espontánea naturalidad que sus libros, lejos de parecernos algo elaborado, se asemejan a los frutos y las flores silvestres, crecen espontánea, naturalmente. No son las suyas obras primorosas a base de retoques. Y si lo fueran, nadie advertiría tras su lectura cuáles fueron los personajes más afanosamente trabajados. Son libros inconsútiles, donde no se advierten costuras ni añadidos. Tanto Alfanhuí como El Jarama son obras de una pieza, libros que se dirían escritos de un tirón, fraguados a una temperatura uniforme, donde sus elementos se conjugan con tanta maestría que el conjunto no se resiente ni por exceso ni por defecto.

No pocos críticos, entre ellos Alborg, dicen que es difícil juzgar a un autor a través de dos libros tan dispares como Alfanhuí y El Jarama. Yo, en cambio, no veo tan dispares ambas obras. Es más, creo que tanto en una como en otra está Ferlosio entero. El que en Alfanhuí predomine la imaginación del poeta y en El Jarama el conductismo más estricto no quiere decir que pueda dudarse un momento de la paternidad de ambos. Lo que sucede es que estamos tan habituados a juzgar las obras por sus técnicas que olvidamos lo fundamental: el autor. Ferlosio pudo firmar Alfanhuí con letra cursiva y El Jarama con letra redonda, pero la rúbrica será la misma. En Alfanhuí no se prescinde jamás de una apoyatura real, ni en los ambientes ni en los diálogos. Alfanhuí es un maravilloso libro donde se hace realidad lo que no existe. El Jarama es un libro no menos maravilloso, donde se hace poesía de lo vulgar. Ferlosio en El Jarama nos da una receta no nueva -el objetivismo tímido lo lleva a sus últimas consecuencias- mediante la que enaltece la rutina de cada día. En suma, el que Ferlosio cargue de fantasía su primer libro y de vulgar realidad el segundo, no quiere decir que sus libros sean opuestos; bien se ve, tras una lectura atenta, que provienen de la misma fuente. El hecho de que el primero sea un devaneo poético y el segundo un relato realista nos demuestra la capacidad de Ferlosio para exponer su mundo desde muy diferentes enfoques; pero su mundo está lo mismo en un libro que en otro. En Alfanhuí nos demuestra que su potencia de inventiva es tan sutil, al menos, como las dotes de observador que evidencia en El Jarama.

Fantasía y observación. De esta segunda cualidad no anda mal la novela española, pero sí de imaginación. De ahí, el alto rango que yo concedo a Alfanhuí, un libro cautivador en todas las latitudes, pero esencialmente en España, hechos como estamos a una literatura a ras de tierra. Alfanhuí es una vaharada de aire puro, una obra jugosa y fresca en cuya peripecia uno se ve inmerso desde el primer capítulo, se identifica con ella hasta tal punto que llega a admitir como real el hecho de que un niño cuelgue unos lagartos al sol para obtener de sus escurriduras preciosos tintes. Y nada digamos de las aventuras posteriores de este niño y de los prodigiosos personajes con que se tropieza. Para mí, Alfanhuí tiene mucho de novela neopicaresca -con picardía idealizada, en fino-, un libro originalísimo, entroncado, sin embargo, con la mejor literatura española.

He dicho que el don de observación es el don mejor repartido entre los novelistas españoles de posguerra. Sin embargo, justo es añadir que ninguno ha alcanzado tampoco en este terreno la finura y la sutileza, la fidelidad y la penetración de Rafael Sánchez Ferlosio. El sentido de observación que, aunque a algunos sorprenda, ya manifiesta con nitidez en Alfanhuí, alcanza en El Jarama auténtico virtuosismo. Nunca se han escrito en España unos diálogos tan vivos como los de El Jarama. No creo necesario insistir en que El Jarama es su diálogo. Toda la gracia, la mediocridad, el hastío, la pereza mental, la ambición, los convencionalismos de una raza están ahí expuestos con las mismas palabras con que se exponen cada domingo veraniego en cualquier rincón de España. Quienes afirman que los diálogos de El Jarama no son naturales sino elaborados, demuestran tener muy poco oído, un don de observación desarrollado de manera incompleta. Estoy de acuerdo con Nora [Eugenio de Nora, poeta, crítico e historiador] en que El Jarama no trata de retratar a una determinada clase social. Creo que en todos los estratos sociales españoles escucharíamos en sus ratos de esparcimiento las mismas insustancialidades, con ligeras variantes de sintaxis y entonación, que oímos a esa docena de muchachos y muchachas un domingo a orillas del río Jarama. Es claro que los críticos, algunos críticos, han pretendido ver más cosas por debajo de esta novela. Por ejemplo, no faltó quien vio una alusión a la guerra civil en el paso fragoroso, atronador, de un tren por un puente sobre el río. Ferlosio se reía al leer esta interpretación y comentaba: "Pues la verdad, no se me había ocurrido".

Si no tuviéramos sus libros, bastarían estas anécdotas para acreditar su agudo sentido del humor. La ironía de Ferlosio es la que lubrica sus obras y la que le distancia -literalmente le separa- de sus compañeros de promoción y de no pocos novelistas de otros grupos. La delicada y soterrada zumba de Ferlosio, pese a no haber sido subrayada, que yo sepa, por nadie, con la insistencia que merece, es la que termina de caracterizarle y de imprimir a su arte unas resonancias clásicas y una estela perdurable. Ferlosio, como agudo humorista que es, no se esfuerza en hacer humor (el humor elaborado es lo más triste del mundo). El humor fluye de los diálogos -no olvidemos las escenas del merendero en El Jarama-, de las situaciones o de los tipos, y tanto vale aquí que recordemos al Coca-Coña, a Mauricio o al alemán de El Jarama como al herborista o al don Zana de Las industrias y andanzas de Alfanhuí. En resumen, y por encima de la gracia narrativa, de la capacidad fabuladora -¡qué gran autor de cuentos infantiles podría ser Ferlosio!- y de las dotes de observador de este autor, yo coloco su sentido del humor, su ingenio, la piadosa ironía con que contempla y transcribe las más vulgares escenas de la mediocridad humana.

Ya comprendo que para disfrutar de este escritor en toda su intensidad habrá que prescindir de traducciones y conocer el castellano con exactitud. De otra manera, inevitablemente, se nos escaparán matices sabrosísimos. A este respecto, recuerdo que una de las versiones de la obra, creo que francesa, al traducir la frase: "Pásame el Bambú" (el Bambú es, en España, al tiempo que una caña que se utiliza para pescar, una marca de papel de fumar) dice: "Pásame la caña", con lo que no sólo la gracia sino la significación literal de la frase quedan desbaratadas. He aquí un botón de muestra bastante significativo."

Miguel Delibes.

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