jueves, 12 de junio de 2008

JARDÍN DE FLORES CURIOSAS (VIII)

El día 22 de abril de 1616, en una casa de la calle de León, moría en Madrid Miguel de Cervantes, un año después de la publicación de la segunda parte del Quijote y sólo unos meses antes de la aparición póstuma del Persiles, cuyo famoso prólogo, tan comentado por la crítica, recoge su despedida, no sabemos si real o simbólica, del mundo: "¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos! Que yo me voy muriendo y deseando veros presto contentos en la otra vida".
En aquella España de los albores del siglo XVII, abocada ya a una lenta pero sostenida declinación política y militar, la figura de Cervantes, después de tantos contratiempos y tantas frustraciones biográficas como hubo de padecer, se estaba consolidando como la de un escritor que empezaba a gozar ya de cierta fama y reconocimiento gracias sobre todo al éxito del Quijote, cuya segunda parte, tras la aviesa intromisión de Avellaneda, había sido esperada con fruición por los numerosos lectores de la primera. Su muerte no hizo sino acrecentar ese incipiente éxito de público conseguido en los últimos años de su vida después de penalidades sin cuento y no pocos sinsabores que al fin comenzaban a ser recompensados, haciendo así relativa justicia a quien sin duda había sido merecedor de más alta estima social y literaria.
En efecto, a pesar de la conocida afirmación de Azorín de que "el Quijote ni fue estimado ni comprendido por los contemporáneos de Cervantes", lo cierto es que el libro había suscitado entre los doctos de su tiempo un evidente interés, provocado por su condición de obra de risa y entretenimiento, muestra valiosa del ingenio y la inventiva de su autor, quien desde la publicación de la segunda parte quedó consagrado en la historia de la literatura española como uno de los más originales creadores de obras de ficción. Los lectores españoles de la época no apreciaron obviamente en la novela la trascendencia ideológica y estética que con posterioridad se le ha reconocido, pero vieron en ella un motivo para el regocijo y la diversión, una obra de humor y de risa ubicada en el ámbito de la llamada literatura de "ingenio" del Barroco. La fama de Cervantes se acrecentó y consolidó notablemente en la época ilustrada, en la que el Quijote fue valorado sobre todo como un libro de intención satírico-moral , valoración muy acorde con el perfil didáctico de la cultura del siglo XVIII. A mediados del siglo XIX los románticos lo verán ya como un monumento literario a la imaginación y un genial exponente de la oposición entre lo real y lo ideal. Más tarde será apreciado como expresión simbólica de una nueva visión del mundo y del hombre, que se hace patente sobre todo en el interés que por Cervantes sintieron los escritores de las generaciones del 98 y del 14, quienes desde el ensayo literario y filosófico o desde la crítica universitaria escribieron textos angulares sobre la obra cervantina y contribuyeron a su lectura y consagración en una medida antes impensable. Posiblemente no pueda hallarse en el curso histórico de los estudios cervantinos un momento de tanta brillantez como fue esa primera mitad del siglo XX, en la que vieron la luz trabajos tan decisivos como Vida de Don Quijote y Sancho (1905), de Miguel de Unamuno, La ruta de Don Quijote ( 1905 ), de Azorín, Meditaciones del Quijote ( 1914), de Ortega y Gasset, El pensamiento de Cervantes ( 1925), de Américo Castro, o la Guía del lector de Cervantes (1926), de Salvador de Madariaga. A partir de ellos Cervantes fue reinterpretado en clave intelectual no como el "ingenio lego" del que hasta entonces se venía hablando sino como un auténtico "ingenio docto", reflexivo e innovador, disidente y crítico con el sistema oficial de valores vigente en la España que le tocó vivir. Por las mismas razones, el Quijote comenzó a ser leído como la creación de un genio que se anticipó a su época con el hallazgo de una fórmula literaria que desde el feliz empleo del humor y de la ironía encara lúcidamente el problema esencial del relativismo humano y la ambigüedad de lo real.

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